Page 290 - El cazador de sueños
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Como una hora después, Jonesy acabó por descubrir la razón de que al señor Gray le
interesase tanto Pete. Fue cuando la luz, que se había debilitado tanto que era una
sombra de la de antes, se apagó del todo. Desapareció con un ruidito oclusivo, como
de alguien reventando una bolsa de papel, y sólo dejó una especie de pequeño detrito
que cayó al suelo.
Se hallaban en una cresta con árboles, en pleno centro de las quimbambas, y
tenían delante un valle de bosques nevados. Al fondo había colinas erosionadas y
zonas de espeso matorral donde no había ni brizna de luz. Para redondear el
panorama, anochecía.
Ya ha vuelto a meternos en un follón de padre y señor mío, pensó Jonesy; pero no
percibía ninguna contrariedad en el señor Gray. Éste detuvo la motonieve, volvió a
dejarla en punto muerto y se limitó a quedarse sentado.
«Al norte», dijo el señor Gray. Y no era a Jonesy.
Pete contestó en voz alta, con cansancio y lentitud.
—¿Cómo quieres que sepa dónde está? ¡Si no veo ni por dónde se pone el sol,
caray! Y encima tengo un ojo hecho una mierda.
El señor Gray giró la cabeza de Jonesy, que vio que a Pete le faltaba el ojo
izquierdo. Tenía el párpado tan levantado que se le había quedado cara de sorpresa, y
de tonto. La órbita estaba ocupada por una jungla pequeña de byrus cuyos filamentos
más largos colgaban hasta rozar la mejilla sin afeitar. También había otros filamentos
que se le enredaban en el pelo ralo, veteándolo de un color entre dorado y rojizo.
«Sí que lo sabes.»
—Puede —dijo Pete—, y puede que no quiera orientarte.
«¿Por qué no?»
—Coño, pedazo de mamón, porque dudo que al resto nos convengan tus
intenciones —dijo Pete, llenando a Jonesy de un orgullo absurdo.
Jonesy vio temblar la pelusa de la órbita de Pete, que chilló y se llevó las manos
en la cara. Por un momento (corto pero demasiado largo) Jonesy se imaginó
perfectamente los zarcillos rojizos metiéndose desde el ojo muerto en el cerebro de
Pete, donde se separaban como dedos fuertes ciñendo una esponja gris.
«¡Venga, díselo, Pete! —exclamó—. ¡Díselo, por Dios!»
El byrus volvió a inmovilizarse. La mano de Pete se separó de su cara, que ahora,
en las zonas que no estaban rojas, presentaba una palidez mortuoria.
—¿Dónde estás, Jonesy? —preguntó—. ¿Hay sitio para dos?
Por supuesto que la respuesta era un conciso no. Jonesy no entendía lo que le
había ocurrido, pero sabía que su supervivencia (el último núcleo de autonomía), de
una manera u otra, dependía de que se quedara donde estaba. El simple gesto de
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