Page 295 - El cazador de sueños
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           A Archie Perlmutter, primero de su promoción (tema del discurso en la ceremonia de
           licenciatura: «Ventajas y responsabilidades de la democracia»), antiguo Eagle Scout

           (el grado más alto en los Boy Scouts), presbiteriano practicante y graduado de West
           Point, el súper de Gosselin ya no le parecía real. Ahora que habían instalado bastante
           voltaje para iluminar una ciudad pequeña, parecía un decorado cinematográfico, y no

           de cualquier película, sino de una superproducción a lo James Cameron donde los
           gastos de catering darían para alimentar dos años a la población de Haití. Ni la nieve,

           cuya intensidad seguía en aumento, mitigaba gran cosa el resplandor de los focos,
           como tampoco modificaba la ilusión de que todo, desde el revestimiento cutre del
           edificio a las dos chimeneas de hojalata que salían torcidas del techo, pasando por la
           única bomba de gasolina que había a pie de carretera, era simple atrezo.

               El primer acto sería así, pensó Pearly, caminando deprisa con la tablilla debajo del
           brazo.  (Archie  Perlmutter  siempre  se  había  considerado  hombre  de  gran  talla

           artística… y comercial.) Aparece un plano de una tienda en pleno bosque. Los viejos
           del lugar están sentados alrededor de la estufa de leña (no la pequeña del despacho de
           Gosselin, sino la grande de la propia tienda), mientras fuera nieva una barbaridad.
           Hablan de luces en el cielo… de cazadores desaparecidos… de que si se han visto

           hombrecillos  grises  escondidos  en  el  bosque…  El  dueño,  que  podría  llamarse
           Rossiter,  se  lo  toma  a  chunga.  Dice:  «¡Vaya  unas  nenitas  estáis  hechos!»  ¡Y  justo

           entonces lo baña todo una luz muy fuerte (tipo Encuentros en la tercera fase), porque
           está aterrizando un ovni! ¡Y salen un montón de extraterrestres sedientos de sangre,
           disparando rayos asesinos! ¡Es como Independence Day, pero con la gracia de que
           pasa en el bosque!

               Melrose, pinche tercero (que era lo más cerca que se llegaba en aquella aventurita
           de tener un rango oficial), intentaba no quedarse rezagado. Como no llevaba zapatos

           ni botas, sino calzado deportivo (Perlmutter lo había sacado de la tienda de cocinas),
           resbalaba  constantemente.  Había  mucho  tránsito  de  hombres,  y  alguna  que  otra
           mujer; en su mayoría iban a paso ligero, y muchos hablaban por micros o walkie-

           talkies. La sensación de que era un escenario artificial se incrementaba a causa de los
           camiones, los remolques, los helicópteros en marcha pero sin volar (habían vuelto
           todos  por  el  mal  tiempo)  y  el  rugido  incesante  y  mezclado  de  los  motores  y  los

           generadores.
               —¿Para qué quiere verme? —volvió a preguntar Melrose, jadeando y con una voz
           todavía más plañidera que antes.

               Pasaron junto al cercado y el corral de al lado del establo de Gosselin. La valla,
           vieja y estropeada (ya hacía diez años o más que no había caballos en el corral, y que
           no se ejercitaba ninguno en el cercado), se había reforzado mediante una alternancia



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