Page 298 - El cazador de sueños
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           Owen  orientó  la  cabeza  de  Emil  Brodsky,  le  aplicó  a  la  oreja  el  morro  de  su
           mascarilla y dijo:

               —Vuelve a contármelo, pero no todo, sólo la parte que has dicho que era como un
           telele mental.
               Brodsky no puso ninguna objeción, pero se tomó diez segundos para ordenar sus

           ideas. Owen se los concedió. En primer lugar tenía cita con Kurtz y después le tocaba
           redactar  el  parte  (muchos  hombres  y  un  montón  de  papeleo),  más  a  saber  qué

           truculentas tareas, pero intuía que lo de Brodsky era importante.
               En cuanto a que se lo dijera a Kurtz, quedaba por ver.
               Brodsky  se  decidió  a  girar  la  cabeza  de  Owen,  ponerle  en  la  oreja  la  parte  de
           plástico  de  su  mascarilla  y  hablar.  Esta  vez  dio  más  detalles,  pero  la  historia  se

           reducía a lo mismo: caminaba por el prado de al lado de la tienda, hablando a la vez
           con Cambry, que le acompañaba, y con un convoy de suministro de combustible a

           punto  de  llegar,  y  de  repente  había  tenido  la  sensación  de  que  le  secuestraban  el
           cerebro. Había estado en un cobertizo hecho polvo con alguien a quien no veía bien.
           Ese  alguien  quería  poner  en  marcha  una  motonieve,  pero  no  podía.  Necesitaba  a
           Brodsky para saber por qué no arrancaba.

               —¡Le he pedido que abriera la tapa del motor! —exclamó al oído de Owen—. La
           ha abierto, y ha sido como ver por sus ojos… pero con mi propio cerebro. ¿Entiende

           lo que le quiero decir?
               Owen asintió.
               —He visto el fallo enseguida: habían quitado las bujías. Entonces le he dicho al
           tío  que  mirara  por  el  cobertizo,  y  lo  ha  hecho.  Hemos  mirado  los  dos.  Las  bujías

           estaban en un bote de gasolina, encima de la mesa. Mi padre, cuando venía la época
           de frío, hacía lo mismo con el cortacésped.

               Brodsky se tomó un respiro. Se notaba que pasaba vergüenza por lo que decía, o
           por cómo consideraba que debía de sonar. Owen, que estaba fascinado, le hizo gestos
           de que siguiera.

               —No hay mucho más que contar. Le he dicho que las sacara, que las secara y que
           las enchufara. Ayudar en algo así lo he hecho un millón de veces, pero la diferencia
           es que estaba aquí, no allí. En realidad no pasaba.

               —¿Y luego? —dijo Owen.
               Los motores le obligaban a forzar la voz, pero en el fondo tenían la intimidad de
           un cura y su feligrés en un confesionario.

               —Ha arrancado a la primera. Ya que estábamos, le he dicho que mirara cómo
           estaba  de  gasolina,  y  tenía  el  depósito  lleno.  Luego  me  ha  dado  las  gracias.  —
           Brodsky, pasmado, sacudió la cabeza—. Y yo voy y le digo: «No, hombre, no hay de



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