Page 303 - El cazador de sueños
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—Señor, puede que se me haya escapado alguna…
               Con una velocidad a la que Perlmutter apenas dio crédito (casi era como un efecto
           especial de película), Kurtz sacó la pistola de la funda en movimiento, la empuñó sin

           dar la sensación de apuntar y disparó. La mitad superior de la zapatilla deportiva del
           pie izquierdo de Melrose explotó. Saltaron pedazos de tela. La pernera de Perlmutter
           quedó salpicada de sangre y trocitos de carne.

               No he visto nada, pensó Pearly. No ha pasado nada.
               Melrose, sin embargo, estaba gritando, y se miraba el pie izquierdo destrozado
           con incredulidad, chillando a grito pelado. Perlmutter vio hueso y le dio un vuelco el

           estómago.
               Kurtz no abandonó la mecedora tan deprisa como había sacado la pistola de la
           funda  (al  menos  lo  primero  pudo  verlo  Perlmutter),  pero  no  dejaba  de  haberse

           movido deprisa. Escalofriantemente deprisa.
               Agarró  del  hombro  a  Melrose  y  clavó  una  mirada  penetrante  en  el  rostro

           contraído del pinche.
               —No berrees tanto, nene.
               Melrose siguió berreando. Le chorreaba sangre el pie, y a Pearly le pareció que la
           parte donde estaban los dedos estaba cercenada de la del talón. Entonces se le puso

           todo gris y borroso, pero hizo un esfuerzo de voluntad y consiguió despejar la grisura.
           Como se desmayara, a saber qué le haría Kurtz. Perlmutter había oído contar muchas

           historias, pero hasta entonces creía que el noventa por ciento eran exageraciones o
           propaganda orquestada por el propio Kurtz para agigantar su imagen de loco.
               Ahora sé que no, pensó Perlmutter. No hay mitificación: hay mito.
               Obrando con una precisión escrupulosa y casi quirúrgica, Kurtz apoyó el cañón

           de la pistola en el centro de la frente de Melrose, blanca como un queso.
               —Chavalín, o paras de chillar como una nena o te hago parar yo.

               Melrose se las arregló para tragarse los gritos y convertirlos en sollozos guturales,
           para aparente satisfacción de Kurtz.
               —Sólo  lo  digo  para  que  me  oigas,  chavalín;  es  imprescindible  que  me  oigas,
           porque te va a tocar correr la voz. Considero, Dios me asista, que tu pie, o lo que te

           queda  de  pie,  expresará  el  concepto  básico,  pero  los  detalles  tiene  que  darlos  esta
           boca tuya bendita. ¿Me oyes o no, chavalote? ¿Estás atento a los detalles?

               Melrose seguía lloriqueando y se le salían los ojos como bolas de cristal azul,
           pero logró asentir con la cabeza.
               Veloz como serpiente en ataque, la cabeza de Kurtz se giró, y Perlmutter le vio

           perfectamente la cara. La locura estaba impresa en las facciones con la nitidez de un
           tatuaje guerrero. A Perlmutter, en aquel momento, se le cayeron al suelo todas sus
           convicciones acerca de su superior.

               —¿Y  tú  qué,  chavalote?  ¿Tú  escuchas?  Porque  eres  un  mensajero.  Lo  somos




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