Page 301 - El cazador de sueños
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           Perlmutter, lector de El corazón de las tinieblas y espectador de Apocalypse Now,
           había  pensado  a  menudo  que  el  apellido  Kurtz  era  demasiada  casualidad.  Estaba

           dispuesto a apostar cien dólares (mucho dinero para alguien artístico y no jugador
           como él) a que su jefe no se llamaba así de verdad, sino Arthur Holsapple, Dagwood
           Elgart… o Paddy Maloney, a saber. ¿Kurtz? Inverosímil. Casi seguro que era para

           hacerse el interesante, como la pistola con culatas de nácar de George Patton. Los
           hombres,  algunos  de  los  cuales  llevaban  con  Kurtz  desde  Tormenta  del  Desierto

           (antigüedad a la que Archie Perlmutter ni se acercaba), le tenían por un hijo de perra
           fuera de sus cabales. Lo mismo opinaba Perlmutter: loco como Patton. Dicho de otra
           manera,  como  una  cabra.  Seguro  que  por  la  mañana,  al  afeitarse,  se  miraba  en  el
           espejo y hacía imitaciones de Marlon Brando susurrando: «El horror, el horror.»

               Por  eso,  al  acompañar  al  pinche  Melrose  a  la  caravana  de  mando,  que  era  un
           horno, Pearly no estaba más intranquilo de lo habitual. En cuanto a Kurtz, no se le

           apreciaba  nada  extraño.  Estaba  sentado  en  una  mecedora  de  mimbre.  Se  había
           quitado  el  mono  (que  estaba  colgado  en  la  puerta  por  la  que  habían  entrado
           Perlmutter  y  Melrose)  y  les  recibió  en  calzoncillos  largos.  Uno  de  los  palos  de  la
           mecedora tenía colgada su pistola por el cinturón, y no era una cuarenta y cinco con

           culatas de nácar, sino automática, y de nueve milímetros.
               Los aparatos electrónicos echaban humo. El fax de encima de la mesa de Kurtz

           amontonaba papel sin respiro. Cada quince segundos, más o menos, el Imac de Kurtz
           anunciaba «¡Tiene un mensaje!» con su voz alegre de robot. Tres radios, todas a bajo
           volumen,  escupían  su  correspondiente  chisporroteo  de  transmisiones.  Detrás  del
           escritorio, en la pared de imitación de pino, había dos fotos enmarcadas. Kurtz nunca

           se separaba de ellas. La de la izquierda, cuyo título era «INVERSIÓN», mostraba a
           un  chico  angelical  con  uniforme  de  boy  scout,  levantando  la  mano  derecha  y

           haciendo el saludo de tres dedos característico de la organización. La de la derecha se
           titulaba «DIVIDENDO» y era una fotografía aérea de Berlín hecha en primavera de
           1945. Quedaban dos o tres edificios en pie, pero la mayor parte de lo que recogía la

           cámara eran simples escombros.
               Kurtz indicó la mesa con un movimiento de la mano.
               —No hagáis caso, chavales, que sólo es ruido. Se encarga Freddy Johnson, pero

           le he mandado al economato a llenarse un poco el estómago. Le he dicho que no se
           dé prisa y que se coma los cuatro platos, desde la sopa al sorbete, porque aquí la
           situación… aquí, chicos, la situación está prácticamente… ¡ESTABILIZADA!

               Les enseñó los dientes con ferocidad y empezó a mecerse. Al lado de Kurtz, el
           arma se balanceaba como un péndulo al final del cinturón, dentro de la pistolera.
               Melrose y Kurtz aventuraron sendas sonrisas de respuesta, más vacilante la de



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