Page 306 - El cazador de sueños
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           Henry estaba al lado de la alambrada (sin tocarla, porque ya había visto qué pasaba),
           esperando que Underhill (sí, seguro que se llamaba así) volviera de lo que debía de

           ser  el  puesto  de  mando.  Sin  embargo,  al  abrirse  la  puerta,  quien  salió  como  una
           exhalación  fue  otro  de  los  que  había  visto  entrar  Henry,  y  nada  más  bajar  los
           escalones  se  puso  a  correr.  Era  un  hombre  alto,  con  una  de  esas  caras  serias  que

           relacionaba Henry con los mandos intermedios. La cara expresaba terror, y su dueño,
           antes de acelerar el paso, estuvo a punto de caerse. Henry no deseaba otra cosa.

               Después del primer resbalón, el mando intermedio logró conservar el equilibrio,
           pero a medio camino de dos remolques adosados le salieron despedidos los pies y se
           cayó de culo. La tablilla que llevaba patinó como un tobogán para duendes.
               Henry levantó las manos y aplaudió con todas sus fuerzas, pero, como con tanto

           ruido de motor no debían de oírse las palmadas, las ahuecó alrededor de la boca y
           exclamó:

               —¡Muy bien, capullo, muy bien! ¡Que pasen la repetición de la jugada!
               El  mando  intermedio  se  levantó  sin  mirarle,  recuperó  su  tablilla  y  siguió
           corriendo hacia los dos remolques.
               Al lado de la alambrada, a unos veinte metros de Henry, había un grupo de ocho o

           "nueve personas de pie. Se le acercó uno de ellos, un hombre tirando a gordo y con
           una parka naranja acolchada.

               —No te lo aconsejo. —Hizo una pausa y añadió en voz baja—: A mi cuñado le
           han pegado un tiro.
               Sí, Henry se lo veía en la cabeza: el cuñado del gordo, que también era gordo,
           diciendo que si su abogado, que si sus derechos, y que si trabajaba en una sociedad de

           inversión de Boston; los soldados asintiendo con la cabeza y diciéndole que tuviera
           paciencia,  que  estaba  normalizándose  la  situación  y  que  por  la  mañana  se  habría

           arreglado todo, mientras empujaban a los dos temibles cazadores con sobrepeso hacia
           el cobertizo, donde ya había buena pesca. De repente el cuñado había empezado a
           correr hacia los vehículos, y pum pum, hasta luego cocodrilo.

               El  hombre  corpulento,  con  la  cara  blanca  y  seria  a  la  luz  de  los  focos  recién
           instalados, estaba contándoselo a Henry, que le interrumpió.
               —¿Usted qué cree que nos harán a los demás?

               El  hombre  corpulento  le  miró  escandalizado,  y  retrocedió  un  paso  como  si
           temiera contagiarse de algo. Pensándolo bien, era gracioso, porque contagiados, de
           hecho, lo estaban todos. Al menos era de lo que estaba convencido aquel equipo de

           limpieza sufragado por el gobierno, y ala. larga el resultado sería el mismo.
               —¡No  lo  dirá  en  serio!  —dijo  el  hombre  corpulento,  y  añadió  casi  con
           indulgencia —: Oiga, que estamos en América.



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