Page 292 - El cazador de sueños
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Bordearon la pared de roca y subieron a la cumbre de la colina más alta de detrás, que
fue donde el señor Gray hizo otro alto para que pudiera redirigirles su sucedáneo de
luz flotante. Así lo hizo Pete, y enfilaron un sendero que se desviaba un poco hacia el
oeste respecto al norte estricto. Seguía oscureciendo. En un momento dado oyeron
acercarse entre dos y cuatro helicópteros, y el señor Gray emboscó la motonieve en
un matorral muy tupido, sin importarle que las ramas azotaran la cara de Jonesy y le
ensangrentasen las mejillas y la frente. Pete volvió a caerse y se quedó gimiendo en el
suelo, al borde del desmayo. El señor Gray apagó el motor y llevó a Pete a rastras al
grupo más prieto de arbustos, donde aguardaron el paso de los helicópteros. Jonesy
notó que el señor Gray entablaba contacto con uno de los tripulantes y le sometía a un
rápido examen. Quizá cotejara sus conocimientos con lo que le había dicho Pete. Una
vez que el ruido de aspas se alejó hacia el sudoeste (señal de que debían de volver a
la base), el señor Gray volvió a arrancar y reemprendieron su camino. Volvía a nevar.
Una hora más tarde se detuvieron en otro montículo, y Pete volvió a caerse del
Arctic Cat, esta vez de costado. Levantó la cara, pero había desaparecido casi por
entero bajo una barba de vegetación. Quiso decir algo y no pudo: tenía la boca
amordazada, y la lengua cubierta por una alfombra lozana de byrus.
«Tío, que no puedo. Ya no puedo más. Déjame, por favor.» «Sí —dijo el señor
Gray—, creo que ya has cumplido tu función.»
«¡Pete! —exclamó Jonesy; y, dirigiéndose al señor Gray—: ¡No, no lo hagas!»
Como era de prever, el señor Gray no le hizo caso. Por un instante, Jonesy vio
muda comprensión en el ojo que le quedaba a Pete. Y alivio. Fue un instante en que
mantuvo el contacto con la mente de Pete, su amigo de infancia, el que siempre
esperaba a la entrada del colé con una mano delante de la boca, escondiendo un
cigarrillo inexistente; Pete, que quería ser astronauta y ver el mundo entero desde la
órbita terrestre. Uno de los cuatro que habían contribuido a salvar a Duddits de los
grandullones.
Por un instante. Después notó que salía algo de la mente del señor Gray, y lo que
crecía en Pete hizo algo más que moverse: apretó. Un sonido lúgubre acompañó la
rotura del cráneo de Pete por una docena de sitios. Su cara (lo que de ella quedaba) se
hundió como si la estirasen desde dentro, envejeciéndole de golpe. Por último cayó
de bruces, y empezó a nevar sobre la espalda de su parka.
«Hijo de puta.»
El señor Gray, indiferente al insulto de Jonesy y a su ira, no contestó. Volvió a
mirar hacia adelante. El viento, que arreciaba, amainó unos segundos, y se abrió un
agujero en la cortina de nieve. Unos ocho kilómetros al noroeste de la posición que
ocupaban, Jonesy vio movimiento de luces, pero no eran luces extraterrestres, sino
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