Page 339 - El cazador de sueños
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querías evitar que viera? Da igual, porque ya tengo lo que necesito. Déjame entrar,
           Jonesy. No te hagas de rogar.
               Funcionaría. Sentía los ojos en blanco de Jonesy. Le estaba viendo mover una

           mano hacia el pomo y el pestillo.
               —Siempre ganamos —dijo el señor Gray. Estaba sentado al volante, con los ojos
           de  Jonesy  cerrados;  en  otro  universo  aullaba  el  viento,  haciendo  balancearse  la

           camioneta—. Jonesy, abre la puerta. Abre ahora mismo.
               Silencio.  Después,  unas  palabras  a  menos  de  diez  centímetros,  igual  de
           sorprendentes que un cazo de agua fría en la piel caliente:

               —Al carajo, comemierdas.
               El señor Gray retrocedió de manera tan brusca que la nuca de Jonesy chocó con la
           ventanilla  trasera  de  la  camioneta.  Fue  un  dolor  repentino  y  alarmante,  segunda

           sorpresa desagradable.
               Volvió a descargar un puñetazo con una mano, y después con la otra; después

           repitió con la primera, y sin darse cuenta ya estaba aporreando el volante y emitiendo
           bocinazos en morse furibundo. Ser sin apenas emociones, integrante de una especie
           sin  apenas  emociones,  había  sido  secuestrado  por  los  fluidos  emocionales  de  su
           anfitrión, y esta vez no se trataba de mojarse un poquito, sino de un baño en toda

           regla. Volvió a sentir que sólo se debía a la permanencia de Jonesy, como un tumor
           turbando lo que debería haber sido una conciencia serena y centrada.

               El  señor  Gray  aporreaba  el  volante.  Aquella  expansión  emocional  (lo  que
           identificaba  la  mente  de  Jonesy  como  «rabieta»)  le  desagradaba,  pero  al  mismo
           tiempo le gustaba. Le gustaba el ruido de la bocina al recibir el impacto de los puños
           de  Jonesy,  el  latido  de  la  sangre  de  Jonesy  en  las  sienes  de  Jonesy,  la  manera  de

           acelerarse del corazón de Jonesy, y el sonido de la voz ronca de Jonesy repitiendo:
               —¡Cabronazo! ¡Cabronazo!

               Sin  embargo,  y  a  pesar  de  la  ira,  hubo  una  parte  fría  del  señor  Gray  que
           comprendió  la  naturaleza  del  verdadero  peligro.  Siempre  llegaban  y  rehacían  a  su
           imagen los mundos que visitaban. Siempre había sido así, y seguiría siéndolo.
               Ahora, sin embargo…

               Me está pasando algo, pensó el señor Gray, y nada más ocurrírsele la idea ya se
           dio cuenta de que en lo fundamental pertenecía a Jonesy: Empiezo a ser humano.

               El hecho de que la idea no careciera de atractivos horrorizó al señor Gray.


















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