Page 338 - El cazador de sueños
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con  el  rótulo  PELÍCULAS;  a  Jonesy,  por  lo  visto,  lo  que  más  le  gustaba  eran  las
           películas. De una de ellas, el señor Gray extrajo una expresión que le pareció dotada
           de especial potencia—: ¡… y pelea como un hombre!

               Silencio.
               Cabrón, pensó el señor Gray, metiéndose de nuevo en el tanque tentador de las
           emociones  de  su  huésped.  Hijo  de  puta.  Tozudo  de  mierda.  Tócame  los

           perendengues, tozudo de mierda.
               Cuando Jonesy todavía era Jonesy había tenido la costumbre de expresar su rabia
           dándole a algo un puñetazo. Así lo hizo el señor Gray: golpeó el centro del volante de

           la camioneta con el puño de Jonesy, bastante fuerte para que sonara la bocina.
               —¡Cuéntamelo! No lo de Richie, ni lo de Duddits. ¡Lo tuyo! Hay algo que te
           diferencia, y quiero saber qué es.

               Jonesy no contestó.
               —Es algo de las cartas. ¿A que sí?

               La misma falta de respuesta, pero el señor Gray oyó moverse los pies de Jonesy al
           otro lado de la puerta. También le pareció oír respiración. El señor Gray sonrió con la
           boca de Jonesy.
               —Dime  una  cosa,  Jonesy.  Así  pasamos  el  rato.  ¿Quién  era  Richie  aparte  del

           número diecinueve? ¿Por qué le tenías rabia? ¿Por ser de los Tigers? ¿De los Tigers
           de Derry? ¿Qué eran? ¿Quién es Duddits?

               Nada.
               La camioneta atravesaba el vendaval, más lenta que nunca, y sus faros apenas
           perforaban el muro blanco y móvil. La voz del señor Gray era grave, persuasiva.
               —¿Sabes que te has dejado una de las cajas de Duddits? Y resulta que dentro hay

           otra caja. Es amarilla y con Scooby-Doos. ¿Qué son? ¿Verdad que no es gente real?
           ¿Son películas? ¿Televisiones? ¿Quieres la caja? Sal, Jonesy. Sal y te doy la caja.

               El señor Gray levantó el pie del acelerador y dejó que la camioneta se deslizara
           lentamente hacia la izquierda, donde era más gruesa la nieve. Estaba ocurriendo algo,
           y quería dedicarle toda su atención. La fuerza no había desalojado a Jonesy de su
           baluarte, pero no era la única manera de ganar una batalla, ni la guerra.

               La  camioneta  se  quedó  al  lado  de  la  barrera  de  protección,  inmersa  en  una
           tormenta de nieve que había llegado a su apogeo. El señor Gray cerró los ojos, y se

           encontró  enseguida  en  el  almacén  de  la  memoria  de  Jonesy,  con  sus  luces
           deslumbrantes.  Tenía  detrás  varios  kilómetros  de  cajas  apiladas,  una  perspectiva
           cubierta de fluorescentes; delante, la puerta cerrada, vieja, sucia y, por algún motivo,

           fortísima. El señor Gray apoyó en ella sus manos tridígitas y habló con una voz grave
           a la vez íntima y apremiante.
               —¿Quién es Duddits? ¿Por qué le llamaste después de matar a Richie? Déjame

           entrar, que tenemos que hablar. ¿Por qué te has llevado algunas cajas de Derry? ¿Qué




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