Page 422 - El cazador de sueños
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de Freddy. Debía de hacer planes, suponiendo que los seres intuitivos hicieran planes
—. Ten presente que te expones a la condena eterna.
—Se lo juro.
—Y le amas mucho, ¿no?
—Mucho, jefe.
—¿Más que al grupo? ¿Más que a entrar a saco? —Una pausa—. ¿Más que a mí?
Convenía no equivocarse de respuesta, porque se la jugaba. Suerte que no eran
preguntas difíciles.
—No, jefe.
—Freddy, ¿ya se te ha pasado la telepatía?
—Algo he notado, aunque no sé si era telepatía. Como unas voces en la cabeza…
Kurtz hacía gestos de aquiescencia. Una serie de llamas anaranjadas, del mismo
color que el hongo de Ripley, perforaron el tejado del establo.
—… pero ahora ya no.
—¿Ya los demás del grupo?
—¿Se refiere a Imperial Valley?
Freddy señaló la caravana con un gesto de la cabeza.
—No, a los bomberos, si te parece. ¡Pues claro!
—Están todos limpios, jefe.
—Me alegro… y no me alegro. Freddy, nos hacen falta un par de infectados. Digo
«nos» refiriéndome a ti y a mí. Quiero gente que esté de aquello rojo hasta el culo.
¿Me entiendes?
—Sí
En cambio, no entendía por qué, pero de momento no importaba. Se notaba, se
veía, que Kurtz empezaba a dominar la situación, motivo de alivio para Freddy. Kurtz
se lo explicaría cuando fuera el momento. Miró con inquietud la tienda en llamas, el
establo en llamas, las cocinas en llamas… Era un desbarajuste. Pero no, porque Kurtz
estaba dominando la situación.
—La culpa de casi todo lo ocurrido la tiene la puta telepatía —reflexionó en voz
alta Kurtz—, pero no de desencadenarlo. Pongo a Dios por testigo de que esa
cabronada ha sido humana. Freddy, ¿quién traicionó a Jesús? ¿Quién le dio el beso?
Freddy había leído la Biblia, más que nada por habérsela dado Kurtz.
—Judas Iscariote, jefe.
Kurtz asentía con movimientos rápidos. Su mirada se posaba por doquier,
levantando acta de las destrucciones y calculando las medidas a tomar, que quedarían
gravemente limitadas por la tormenta.
—Exacto, chavalín. A Jesús le traicionó Judas, y a nosotros Owen Philip
Underhill. Judas recibió treinta monedas de plata. ¿Verdad que no es gran cosa?
—No, jefe.
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