Page 482 - El cazador de sueños
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           Justo  cuando  Kurtz  se  disponía  a  pedirle  a  Perlmutter  las  últimas  noticias  sobre
           Underhill  y  su  nuevo  amigo  (que  se  llamaba  Henry,  de  apellido  Devlin),  Pearly

           levantó la cabeza hacia el techo del Humvee y emitió un grito largo. A Kurtz, que en
           Nicaragua había ayudado a dar a luz a una mujer (para que luego nos echen la culpa
           de todo, pensó, sentimental), le recordó el de entonces, oído a orillas del hermoso río

           La Juvena.
               —¡Tranquilo, Pearly! —exclamó Kurtz—. ¡Resiste, nene! ¡Respira hondo!

               —¡Vete  a  la  mierda!  —contestó  Pearly—.  ¡Mira  qué  me  pasa  por  tu  culpa,
           cabrón! ¡Vete a la mierda!
               Kurtz  no  le  guardó  rencor  por  sus  exabruptos.  Las  mujeres  de  parto  decían
           barbaridades,  y,  aunque  no  hubiera  dudas  sobre  la  condición  de  varón  de  Pearly,

           Kurtz sospechó que estaba lo más cerca de parir que se podía estar siendo hombre.
           También sabía que lo más prudente quizá fuera ahorrarle sufrimientos…

               —Ni se te ocurra —gimió Pearly, con lágrimas de dolor en las mejillas con pelusa
           roja—. Ni se te ocurra, sabandija con galones.
               —Tranquilo,  nene  —le  aplacó  Kurtz,  dándole  palmadas  en  el  hombro,  que
           temblaba.

               Delante se oía el ruido metálico del quitanieves que ahora, gracias a la capacidad
           de persuasión de Kurtz, les abría el camino. (Con el regreso al mundo de una luz gris,

           la velocidad de la comitiva había subido a cincuenta y cinco vertiginosos kilómetros
           por hora.) Las luces traseras del quitanieves parecían estrellas rojas sucias.
               Kurtz  se  inclinó  para  mirar  a  Perlmutter  con  interés.  Desde  que  tenían  una
           ventanilla rota, en el asiento trasero del Humvee

               hacía mucho frío, pero Kurtz no se dio cuenta. Por delante, el abrigo de Pearly se
           hinchaba como un globo. Kurtz volvió a desenfundar la pistola.

               —Como reviente, jefe…
               Freddy no tuvo tiempo de acabar la frase, porque justo entonces Perlmutter se tiró
           un pedo ensordecedor. La peste fue inmediata y enorme, pero no parecía que Pearly

           se hubiera dado cuenta. Tenía la cabeza floja en el respaldo, los ojos entrecerrados y
           una expresión de alivio sublime.
               —¡Me cago en LA PUTA! —exclamó Freddy, bajando la ventanilla al máximo,

           aunque dentro del Humvee ya hubiera mucha corriente.
               Kurtz, fascinado, observó deshincharse la barriga distendida de Perlmutter. O sea,
           que todavía no. Mejor. Tal vez pudieran sacarle alguna utilidad a lo que crecía dentro

           de las tripas de Perlmutter. No era lo más probable, pero tampoco podía descartarse.
           Según  las  Sagradas  Escrituras,  para  Dios  no  hay  nada  inútil,  incluidos,  quizá,  los
           bichos caca.



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