Page 484 - El cazador de sueños
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pelo, capitán.
               —Me ha pedido que le diga que ha acabado su parte de la misión, y que el país se
           lo agradece.

               —¿Y no han dicho nada de un reloj de oro, chaval? —preguntó Kurtz con los ojos
           chispeantes.
               El conductor se humedeció los labios, y Kurtz pensó que era interesante. Detectó

           el momento en que el otro llegaba a la conclusión de estar hablando con un loco. El
           momento exacto.
               —¿Un reloj de oro? Ni idea. Sólo he salido para decirle que no puedo llevarles

           más lejos, al menos sin autorización.
               Kurtz se sacó la pistola de debajo de la rodilla y apuntó al conductor a la cara.
               —Aquí está la autorización, chavalete, firmada y por triplicado. ¿Te parece bien?

               El conductor miró el arma, pero no parecía muy asustado.
               —Pues sí, se ve correcta.

               Kurtz se rió.
               —¡Muy bien, chaval! ¡Así me gusta! Venga, arreando; y, ya que estamos, haz el
           favor de ir un poco más deprisa, hombre de Dios. Tengo que encontrar a alguien en
           Derry para darle… —Kurtz buscó le mot juste y lo encontró—. El parte.

               Perlmutter profirió algo a medio camino entre un gemido y una risa, llamando la
           atención del conductor del quitanieves.

               —No le hagas caso, que está embarazado —dijo Kurtz con aplomo—. Dentro de
           poco se pondrá a gritar pidiendo ostras y pepinillos en vinagre.
               —Embarazado —dijo el conductor inexpresivamente.
               —Sí,  pero  no  le  des  más  vueltas,  que  no  es  problema  tuyo.  La  cuestión,

           chavalín… —Kurtz se inclinó y adoptó un tono afable y confidencial por encima del
           cañón de la pistola—. La cuestión es que tengo que llegar a Derry lo antes posible, o

           se me escapará. Y dudo que se quede mucho tiempo más. Será que sabe que voy a
           por él…
               —Sí, sí que lo sabe —dijo Freddy Johnson. Se rascó un lado del cuello, bajó la
           mano a la entrepierna y siguió rascándose.

               —… pero creo —continuó Kurtz— que aún puedo ganarle un poco de terreno.
           Bueno, ¿qué, mueves el culo?

               El conductor asintió y se alejó hacia la cabina del quitanieves. Seguía clareando.
           Es la luz del último día de mi vida, pensó Kurtz con moderado asombro.
               Perlmutter  profirió  un  sonido  grave  de  dolor  que  al  poco  rato  se  convirtió  en

           alarido. Volvía a sujetarse la barriga.
               —¡Joder! —dijo Freddy—. Jefe, mírele la barriga. Le está subiendo como el pan
           en el horno.

               —Respira  hondo  —dijo  Kurtz,  dando  palmaditas  benévolas  en  el  hombro  de




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