Page 480 - El cazador de sueños
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           Henry abrió la boca, pero no llegó a saber para qué, porque no le salió ningún sonido.
           Se había quedado mudo, estupefacto. No podía estar viendo a Duddits, sino a algún

           tío o hermano mayor suyo con mala salud. La persona que tenía delante estaba muy
           pálida,  y  la  gorra  de  los  Red  Sox  sólo  le  tapaba  a  medias  la  calva.  Estaba  mal
           afeitado, con sangre seca en los agujeros de la nariz y unas ojeras muy oscuras. Y sin

           embargo…
               —¡Enni! ¡Enni! ¡ENNI!

               El  desconocido  de  la  puerta,  alto  y  pálido,  se  echó  en  brazos  de  Henry  como
           siempre lo había hecho Duddits, sin medida, y estuvo a punto de derribarle, pero no
           por el peso (pesaba menos que una pluma), sino porque a Henry el asalto le pillaba
           desprevenido.  De  no  haber  sido  por  Owen,  que  le  sujetó,  se  habrían  caído  él  y

           Duddits.
               —¡Enni! ¡Enni!

               Reía. Lloraba. Cubría a Henry de besos de Duddits, ruidosos y babosos. En las
           profundidades  del  almacén  de  la  memoria  de  Henry,  susurró  Beaver  Clarendon:
           «Como le contéis a alguien lo que me ha hecho…» Y Jonesy: «¡Que sí, joder, que sí,
           que no volverás a dirigirnos la palabra!» La persona que llenaba de besos la mejilla

           de  Henry,  manchada  de  byrus,  sólo  podía  ser  Duddits…  pero  ¿qué  decir  del  poco
           color  de  las  suyas?  Estaba  tan  flaco…  No,  flaco  no,  demacrado.  ¿Por  qué?  ¿Y  la

           sangre en la nariz? ¿Y el olor de su piel? No se parecía al de Becky Shue, ni al del
           interior de la cabaña invadida por el moho, pero no dejaba de ser olor a muerte.
               Apareció Roberta en el pasillo, debajo de una foto de Duddits y Alfie montando
           en  los  caballitos  de  plástico  del  carnaval  de  Derry  (desproporcionados  jinetes)  y

           riendo.
               Llorosa, se retorcía las manos, pero era ella, seguía siendo ella aunque hubiera

           ganado peso en el pecho y las caderas, aunque ahora casi tuviera todo el pelo blanco.
           Mientras que Duddits… Duddits…
               Henry, abrazado al viejo amigo que seguía repitiendo su nombre, la miró. Le dio a

           Duddits una palmada en un omóplato, y de tan frágil, de tan insustancial, le pareció
           un ala de pájaro.
               —Roberta —dijo—. Roberta, por Dios, ¿qué tiene?

               —ALL —dijo ella, con fuerzas para esbozar una sonrisa—. ¿A que parece una
           marca  de  detergente?  Son  las  siglas  de  leucemia  linfocítica  aguda.  Se  la
           diagnosticaron hace nueve meses, en una fase en que ya no se podía curar. Desde

           entonces sólo retrasamos lo inevitable.
               —¡Enni!  —exclamó  Duddits,  con  la  sonrisa  tonta  de  siempre  iluminando  un
           rostro gris y cansado.



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