Page 59 - El cazador de sueños
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Al llevar la comida hacia el salón, oyó patadas en el suelo, al otro lado de la entrada.
Poco después se abrió la puerta y entró Beaver con un remolino de nieve alrededor de
las piernas.
—Cágate lorito —dijo. Pete, en una ocasión, había confeccionado una lista de
beaverismos, y cágate lorito ocupaba uno de los primeros puestos, junto con clásicos
como hostias en vinagre y tócame los perendengues. Eran exclamaciones entre zen y
groseras—. Ya pensaba que tendría que pasar la noche fuera, hasta que he visto la luz.
—Beaver levantó la mano hacia el techo con los dedos separados—. ¡Aleluya, he
visto la luz! —entonó a la manera de un cantante de gospel. Simultáneamente
empezaron a desempañársele las gafas, momento en que vio al desconocido del sofá.
Bajó las manos lentamente y sonrió. Era una de las razones de que Jonesy le hubiera
cogido afición desde el colegio, aunque Beaver pudiera ponerse pesado y no fuera
una lumbrera, ni mucho menos: delante de los imprevistos, su primera reacción no
era poner mala cara sino sonreír.
—Hola —dijo—. Soy Joe Clarendon. ¿Y usted?
—Rick McCarthy —dijo el otro, levantándose.
Se le cayó el edredón de plumas, y Jonesy se fijó en que debajo del jersey había
un barrigón muy respetable. Hombre, pensó, es lo más normal; la enfermedad del
hombre maduro. En los veinte años que vienen nos matará como moscas.
McCarthy tendió la mano, dio un paso adelante y estuvo a punto de tropezar con
el edredón, que se había caído al suelo. De no ser por Jonesy, que llegó a tiempo de
sujetarle por un hombro, habría tenido muchas posibilidades de caerse de bruces, casi
las mismas que de tumbar la mesita de centro donde estaba la comida. Jonesy volvió
a sorprenderse de que fuera tan patoso, un poco como él durante la primavera
anterior, cuando aprendía a caminar desde cero. Examinó de más cerca la mancha que
tenía McCarthy en la mejilla, y se arrepintió enseguida. No se debía a la congelación.
En absoluto. Parecía una especie de tumor en la piel, o una mancha de color vinoso
donde crecía pelusilla.
—Venga esa mano —dijo Beaver, adelantándose.
Asió la mano de McCarthy y la estrechó hasta que Jonesy tuvo miedo de que a la
segunda fuera la vencida, y McCarthy acabara por verse arrojado a la mesita. Fue un
alivio ver que Beaver (con su metro noventa y cinco de estatura, y los últimos restos
de nieve fundiéndose en su pelo negro a lo hippy) retrocedía. Conservaba la sonrisa,
y más efusiva que antes. Su melena hasta los hombros y sus gafas de culo de vaso le
prestaban aspecto de genio de las matemáticas, o de psicópata. De hecho era
carpintero.
—Rick las ha pasado canutas —dijo Jonesy—. Ha estado perdido desde ayer.
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