Page 63 - El cazador de sueños
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nuca. Luego se dio cuenta de que había sido McCarthy. Jonesy había oído pedos
fuertes, y algunos largos, pero ninguno que pudiera compararse. Parecía interminable,
aunque sólo debían de haber pasado unos segundos. A continuación lo olió.
McCarthy, que había cogido la cuchara, la dejó caer en la sopa, que estaba casi
sin probar, y se llevó la mano derecha a la mejilla donde tenía la mancha, con un
gesto de vergüenza casi femenino.
—¡Ay, perdón! —dijo.
—No, por favor. Fuera hay más espacio que dentro —dijo Beaver.
Pero lo que accionaba su lengua sólo era el instinto y la fuerza de la costumbre.
Jonesy vio que el olor les había impactado por igual a ambos. No era la peste a huevo
podrido que se recibe con risas, ojos en blanco, gestos de abanicarse y gritos de
«¡Coño! ¿Quién ha abierto el queso?». Tampoco era un pedo de los que huelen a
metano. Se trataba del mismo olor que había detectado Jonesy en el aliento de
McCarthy, pero más intenso: una mezcla de éter y plátanos demasiado maduros,
como el líquido que se echa en el carburador cuando amanece el día bajo cero.
—¡Jo, qué vergüenza! —dijo McCarthy—. No tiene perdón de Dios.
—Oye, que no pasa nada —dijo Jonesy; pero se le había encogido el estómago,
como queriendo protegerse de alguna agresión. Ahora los huevos revueltos no se los
acababa ni Cristo. Jonesy, en regla general, no era maniático con los pedos, pero
aquel no se podía aguantar.
Beaver se levantó del sofá y abrió una ventana, dejando entrar un remolino de
nieve y un soplo de aire fresco que se agradeció.
—No te preocupes, colega; aunque sí que huele fuerte, sí. ¡Joder! ¿Se puede saber
qué has comido? ¿Cacas de marmota?
—Arbustos, musgo… No sé, cosas —dijo McCarthy—. Es que me entró un
hambre… Tenía que comer algo, lo que fuera, y como de eso no sé mucho, ni he
leído manuales de supervivencia… Además era de noche.
Pronunció la última frase como si hubiera tenido una inspiración. Entonces
Jonesy miró a Beaver a los ojos, para ver si sabía lo mismo que él: que McCarthy
mentía. McCarthy no sabía qué había comido en el bosque; de hecho, no sabía ni si
había comido algo. Sólo quería justificar la inesperada, y horrible, pedorreta. Y la
peste a que había dado lugar.
Volvió a soplar el viento, con una ráfaga impetuosa y convulsa que lanzó otra
bandada de copos por la ventana abierta. Al menos purificaba el ambiente, lo cual no
era poco.
McCarthy se inclinó de una manera tan repentina que parecía que le hubiera
impulsado un muelle, y cuando metió la cabeza entre las rodillas, Jonesy intuyó por
dónde irían los tiros: adiós, alfombra de los navajos. Mucho gusto en conocerte. Se
veía que Beaver pensaba lo mismo, porque encogió las piernas para no salpicarse.
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