Page 66 - El cazador de sueños
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menos abombada en la zona de la barriga. Seguro.
               O casi seguro. Se recordó que sólo hacía una hora que había tenido la certeza
           absoluta de que la chaqueta de McCarthy era la cabeza de un ciervo.

               Para quitarse los zapatos, McCarthy, se sentó en la silla que había al lado de la
           ventana,  y  al  hacerlo  se  tiró  otro  pedo,  menos  largo  que  el  primero  pero  igual  de
           ruidoso. No lo comentaron ni él ni Jonesy, como no comentaron el olor resultante,

           que en el espacio reducido del dormitorio era tan fuerte que a Jonesy estuvieron a
           punto de saltársele las lágrimas.
               McCarthy se quitó las botas con sendos puntapiés, dejándolas chocar sordamente

           con el suelo de madera. Luego se levantó y se desabrochó el cinturón. En el momento
           en que se bajaba los pantalones, dejando a la vista la parte inferior de la ropa interior
           térmica, volvió a entrar Beaver con un recipiente de cerámica del piso de arriba y lo

           dejó junto a la cabecera de la cama.
               —Por si tuvieras que… que echar las papas, vaya. O si recibes una llamada a

           cobro revertido de las que no pueden esperar.
               McCarthy le miró con una inexpresividad que Jonesy consideró inquietante: un
           desconocido  en  la  habitación  donde  dormía  él,  un  desconocido  con  calzoncillos
           largos y abolsados que le prestaban cierto aspecto fantasmal. Un hombre enfermo. La

           cuestión era hasta qué punto.
               —Por  si  no  tienes  tiempo  de  ir  al  lavabo  —explicó  Beaver—.  Que  está  aquí

           cerca, ya que hablamos del tema. Es fácil: sales y giras a la izquierda; pero acuérdate
           de que es la segunda puerta, ¿eh? Si te olvidas y te metes por la primera, cagarás en el
           armario de la ropa.
               Jonesy,  tomado  por  sorpresa,  soltó  una  carcajada,  sin  importarle  cómo  sonaba:

           aguda y un poco histérica.
               —Ahora estoy mejor —dijo McCarthy, pero Jonesy no apreció sinceridad en su

           voz. Plantado como un pasmarote con su ropa interior, parecía un androide con tres
           cuartas partes de los circuitos de memoria borrados. Antes se le había notado un poco
           de vida; no animación, pero sí algo de vida. Ahora no quedaba ni gota, como en el
           color de sus mejillas.

               —Venga, Rick —dijo Beaver con afabilidad—, acuéstate y echa una cabezadita.
           Ve recuperando fuerzas.

               —Vale. —McCarthy se sentó en la cama recién deshecha y miró por la ventana.
           Tenía los ojos muy abiertos, pero sin expresión. A Jonesy le pareció que apestaba
           menos,  pero  también  podía  ser  que  se  estuviera  acostumbrando;  la  gente,  con  el

           tiempo, se acostumbra a todo, hasta al olor de la jaula de los monos en el zoo—.
           ¡Anda, cómo nieva!
               —Sí —dijo Jonesy—. ¿Qué tal la barriga?

               —Mejor. —La mirada de McCarthy se desplazó hacia el rostro de Jonesy. Sus




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