Page 68 - El cazador de sueños
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Cuando Jonesy empezó a hablar, Beaver sacudió la cabeza, se llevó un dedo a los
labios y le condujo a la cocina, cruzando la sala principal. Era lo más lejos que
podían estar de McCarthy sin salir al cobertizo trasero.
—¡Joder con el tío, qué crudo lo tiene! —dijo Beaver.
A la luz hiriente de los fluorescentes de la cocina, Jonesy vio que su amigo de
infancia estaba muy preocupado. Beaver hurgó en el bolsillo delantero del mono,
encontró un mondadientes y empezó a mordisquearlo. En tres minutos (el intervalo
de tiempo que le hace falta a un fumador compulsivo para acabarse un cigarrillo) lo
habría reducido a un montoncito de astillas finas como hebras de lino. Jonesy no
acababa de explicarse que resistiera tanto la dentadura de Beaver (ni su estómago),
pero lo había hecho toda la vida.
—Ojalá te equivoques, pero… —Jonesy negó con la cabeza—. ¿Tú habías olido
alguna vez un pedo así?
—No —dijo Beaver—, pero este tío tiene algo más que dolor de barriga.
—¿Qué quieres decir?
—Pues mira, para empezar se cree que estamos a once de noviembre.
Jonesy no tenía ni idea de a qué se refería Beaver. El once de noviembre era la
fecha en que habían llegado ellos a cazar, apretados en el Scout de Henry, como de
costumbre.
—Oye, Beav, que hoy es miércoles. Miércoles catorce. Beaver asintió con la
cabeza, y a su pesar sonrió un poco. El palillo, que ya se veía bastante torcido, pasaba
de un lado de la boca al otro.
—Ya lo sé. Tú también lo sabes, pero Rick no. Él cree que es domingo.
—¿Qué te ha dicho, Beaver?
No podía haberle explicado gran cosa, porque para hacer unos huevos revueltos y
calentar una lata de sopa no se tardaba una eternidad. La idea despertó otras en
secuencia, y, mientras hablaba Beaver, Jonesy abrió el grifo para lavar los pocos
platos sucios que había. No tenía nada en contra de ir de acampada, pero si a algo no
estaba dispuesto era a vivir en una pocilga, cosa que a la mayoría de los hombres,
cuando salían de casa para ir al bosque, no parecía molestarles.
—Ha dicho que llegaron el sábado para cazar un poco, y que el domingo se lo
pasaron arreglando el tejado, porque tenía agujeros. Entonces va y dice: «Al menos
no he tenido que infringir el mandamiento de no trabajar el día del Señor. Cuando te
pierdes en el bosque, el único trabajo que tienes es no volverte loco.»
—Ya —dijo Jonesy.
—No me atrevería a declarar en un tribunal que cree que hoy es once, pero la
única alternativa es retroceder otra semana, hasta el cuatro, porque lo que está claro
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