Page 64 - El cazador de sueños
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Sin  embargo,  lo  que  salió  de  McCarthy  no  fue  vómito,  sino  un  zumbido
           prolongado y grave, el ruido que haría una máquina industrial después de forzarla
           demasiado. Los ojos de McCarthy sobresalían de sus órbitas como canicas de vidrio,

           y  tenía  las  mejillas  tan  chupadas  que  se  le  marcaron  unos  semicírculos  oscuros  y
           pequeños  en  las  comisuras  de  los  párpados.  La  vibración  gutural  se  prolongó  una
           eternidad, y al cesar dejó la impresión de que el generador de fuera hacía un ruido

           exagerado.
               —He oído eructos de concurso, pero éste se lleva la palma —dijo Beaver.
               Lo dijo con un respeto contenido y sincero.

               McCarthy volvió a recostarse en el sofá con los ojos cerrados, y en la boca una
           mueca donde Jonesy leyó vergüenza, dolor o ambas cosas. Volvía a percibirse el olor
           a plátanos y éter, un olor activo de fermentación, como algo que empezara a echarse a

           perder.
               —¡Ay, Dios mío! Lo siento mucho —dijo McCarthy sin abrir los ojos—. Llevo

           así todo el día, desde que ha amanecido. Y vuelve a dolerme la barriga.
               Jonesy y Beaver compartieron miradas silenciosas de preocupación.
               —¿Sabes qué te digo? —dijo Beaver—. Que te iría bien estirarte y dormir un
           poco. Debes de haber pasado en vela toda la puta noche, escuchando al pelma del oso

           y qué sé yo qué bichos. Estás agotado, estresado y algún ado más que ahora no se me
           ocurre.  Lo  que  te  hace  falta  es  planchar  la  oreja  unas  horas,  y  te  despertarás

           nuevecito.
               McCarthy  dirigió  a  Beaver  una  mirada  de  tanta  gratitud,  tan  lastimosa,  que  a
           Jonesy  le  dio  un  poco  de  vergüenza  presenciarla.  Aunque  la  piel  de  McCarthy
           siguiera igual de grisácea, había empezado a sudar; se le formaban gotas grandes en

           el entrecejo y las sienes, y le corrían por las mejillas como una sustancia aceitosa.
           Todo ello a pesar del aire frío que había empezado a circular por la sala.

               —Me parece que tienes razón —dijo—. Lo único que tengo es cansancio. Me
           duele la barriga, pero es de nervios; además de que comía de todo, empezando por
           arbustos y siguiendo por… ¡Yo qué sé! Cualquier cosa. —Se rascó la mejilla—. ¿Lo
           que tengo en la cara tiene muy mala pinta? ¿Sangra?

               —No —dijo Jonesy—, sólo está rojo.
               —Es  una  especie  de  alergia  —dijo  McCarthy,  apesadumbrado—.  También  me

           sale cuando como cacahuetes. Voy a estirarme. Será lo mejor.
               Cuando estuvo levantado, vaciló. Quisieron sostenerle tanto Beaver como Jonesy,
           pero McCarthy recuperó el equilibrio sin darles tiempo de ponerle la mano encima.

           Jonesy habría jurado que casi no quedaba ni rastro del presunto barrigón de hombre
           maduro. ¿Podía ser? ¿Tanto gas había dentro? No lo sabía. De lo único que estaba
           seguro  era  de  que  el  pedo  había  sido  descomunal,  y  el  eructo  aún  más.  Era  la

           anécdota  perfecta  para  contarla  durante  veinte  o  más  años.  Empezaría  así:  «Antes




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