Page 62 - El cazador de sueños
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           Para cuando estuvieron hechos los huevos revueltos, y la sopa caliente, McCarthy
           hablaba con Beaver como si fueran amigos desde hacía diez años. La molestia que

           pudiera  haberle  ocasionado  el  rosario  de  palabrotas  de  Beaver,  en  su  mayoría
           cómicas, quedaba compensada por una gran simpatía personal. En palabras de Henry
           a Jonesy, «no se puede explicar. No puedes evitar que te caiga bien. Por eso nunca se

           acuesta solo. Te aseguro que a las mujeres no les gusta por guapo».
               Jonesy llevó los huevos y la sopa a la sala, esforzándose por no cojear (parecía

           mentira que con mal tiempo se le agravara tanto el dolor de cadera; siempre le había
           parecido  un  cuento  de  viejas,  pero  estaba  visto  que  no),  y  se  sentó  en  una  de  las
           butacas que había al final del sofá. McCarthy, por lo que se veía, había hablado más
           que comido. Casi no había probado la sopa, y aún le quedaba la mitad del bocadillo

           de queso caliente.
               —¿Qué, qué tal? —preguntó Jonesy.

               Sazonó  los  huevos  con  pimienta  y  se  abalanzó  sobre  ellos  con  voracidad.  Se
           notaba que le había vuelto del todo el apetito.
               —De coña —dijo Beaver con su alegría de siempre, aunque a Jonesy le pareció
           preocupado, y quizá hasta alarmado—. Rick me ha estado contando sus aventuras, y

           oye, ni en las revistas que tenía mi barbero cuando era pequeño. —Se volvió hacia
           McCarthy sin perder la sonrisa (rasgo definitorio de su personalidad) y, con un gesto

           rápido, se apartó la melena, negra y recia—. Entonces, en nuestro barrio de Derry, el
           barbero era un viejo que se llamaba Castonguay. ¡Fíjate si me daba miedo con las
           tijeras, que desde entonces no he vuelto!
               McCarthy sonrió con poca convicción, pero no dijo nada. Cogió la mitad restante

           del sándwich de queso, la miró y volvió a dejarla en el mismo sitio. La marca roja de
           la  mejilla  le  brillaba  como  si  estuviera  marcada  a  fuego.  Mientras  tanto,  Beaver

           seguía con su cháchara, como si no quisiera dejarle hablar por miedo a lo que pudiera
           decir. Fuera nevaba más que nunca; también hacía viento, y Jonesy pensó en Henry y
           Pete, que para entonces ya debían de estar por Deep Cut Road en el Scout viejo de

           Henry.
               —Encima de que a Rick, esta noche, casi se lo come crudo algún bicho (él dice
           que podía ser un oso), perdió la escopeta. Una Remington nueva que te cagas. ¡Ahora

           a  ver  quién  la  encuentra!  No  hay  ni  un  cero  coma  cero  cero  uno  por  ciento  de
           posibilidades.
               —Ya  lo  sé  —dijo  McCarthy.  Volvía  a  borrársele  el  rubor  de  las  mejillas,  que

           recuperaban su color ceniciento—. No me acuerdo ni de cuándo la dejé, y menos…
               De pronto se oyó un ruido grave y vibrante, como de langosta. Jonesy lo atribuyó
           a que se había metido algo en la chimenea, y notó que se le erizaba el vello de la



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