Page 95 - El cazador de sueños
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—Pero ¿sabes qué? Que hace un rato, estando en la tienda, he vuelto a acordarme.
               —¿Por el chico con la camiseta de Beavis y Butthead? —preguntó Pete.
               La salían las palabras en bocanadas de vapor blanco.

               Henry asintió. El «chico» en cuestión quizá tuviera veinte o veinticinco años: con
           síndrome  de  Down  es  difícil  calcularlo.  Era  pelirrojo,  y  caminaba  por  el  pasillito
           oscuro de la tienda en compañía de un hombre que sólo podía ser su padre. Llevaban

           la misma cazadora a cuadros verdes y negros, pero lo decisivo era la coincidencia de
           color  de  cabello,  aunque  al  supuesto  padre  se  le  hubiera  caído  tanto  que  ya  le
           traslucía el cuero cabelludo. Les había mirado como diciendo: «De mi hijo ni mu,

           porque tendríais problemas.» Henry y Pete, naturalmente, no habían hecho ningún
           comentario.  Venían  de  Hole  in  the  Wall,  a  treinta  y  pico  kilómetros,  en  busca  de
           cerveza, pan y salchichas, no de bronca. Además habían sido amigos de Duddits, y a

           su  modo  mantenían  la  amistad,  mandándole  regalos  navideños  y  felicitaciones.
           Duddits, que a su manera especial, en otros tiempos, había sido del grupo. Lo que mal

           podía  confiarle  Henry  a  Pete  era  que  los  pensamientos  recurrentes  sobre  Duds
           arrancasen de dieciséis meses atrás, de cuando se había dado cuenta de que quería
           quitarse la vida y de que lo hacía todo para dar largas a ese momento o prepararlo. A
           veces hasta soñaba con Duddits, y con Beav diciendo «Deja, que te lo arreglo», y

           Duddits contestando: «¿Qué adegla?»
               —No tiene nada de malo que pienses en Duddits —dijo Henry, metiéndose en el

           refugio con el trineo improvisado donde llevaba a la mujer. Él también jadeaba—.
           Duddits fue nuestra manera de definirnos. Fue el mejor momento del grupo.
               —¿Tú crees?
               —Sí.

               Henry  se  dejó  caer  pesadamente  para,  antes  de  pasar  a  otra  cosa,  recuperar  el
           aliento. Miró su reloj. Casi mediodía. A esa hora, Jonesy y Beaver ya debían de temer

           que les hubiera retrasado la nieve. Casi estarían convencidos de que les había pasado
           algo. Quizá uno de los dos encendiera la motonieve. (Eso si funciona, se recordó de
           nuevo Henry, que igual se pone farruca.) Quizá vinieran a buscarlos. Sería facilitarles
           las cosas.

               Miró  a  la  mujer,  tendida  en  la  lona.  Se  le  había  caído  el  pelo  sobre  un  ojo,
           ocultándolo. El otro miraba a Henry (y más allá) con una indiferencia gélida.

               Henry  era  de  la  opinión  de  que  a  todos  los  niños,  en  la  primera  fase  de  la
           adolescencia,  se  les  presentaban  momentos  de  definirse  a  sí  mismos,  y  de  que  en
           grupo tenían más posibilidades que solos de reaccionar con decisión. A menudo se

           portaban mal, respondiendo a la tensión con crueldad. Henry y sus amigos, por algún
           motivo, se habían portado bien. No es que en el balance final pesara más que otras
           cosas, pero a nadie le hacía daño acordarse de que una vez, contra todo pronóstico, se

           había portado bien. No hacía daño, no, y menos con oscuridad en el alma.




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