Page 90 - El cazador de sueños
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sonido rítmico aplicando la punta de la lengua al paladar. Lo hacía desde el instituto.
           No era un rasgo definidor tan antiguo como los lápices y palillos mordisqueados de
           Beaver,  ni  como  la  afición  de  Jonesy  al  cine  de  terror  y  la  novela  negra,  pero  se

           remontaba muy atrás. Y solía ser fiable. Henry esperó que funcionara.
               Quizá los oídos de la mujer hubieran captado el tic tic debajo del estrépito del
           viento, porque levantó la cabeza y miró alrededor. El neumático le había dejado una

           mancha grande y negra en la frente.
               Pete abrió los ojos.
               —Allí —dijo, señalando hacia Hole in the Wall—. Pasas la curva y encuentras

           una colina. Bajas por el otro lado y luego hay un trozo recto. Al final hay un refugio.
           Queda a mano izquierda. Tiene hundida una parte del techo. Una vez, estando dentro,
           le sangró la nariz a alguien que se llamaba Stevenson.

               —¿Ah, sí?
               —¡Yo qué sé, tío!

               Pete desvió la mirada, como si le diera vergüenza.
               Henry se acordaba vagamente del refugio. Lo de que estuviera hundida una parte
           del techo era o podía ser beneficioso. Dependiendo de cómo se hubiera desplomado,
           quizá el refugio, que no tenía paredes, hubiera quedado convertido en cobertizo.

               —¿A qué distancia? —Un kilómetro o menos. —Y estás seguro.
               —Si.

               —¿Puedes caminar tanto, con la rodilla?
               —Yo creo que sí, pero ¿y ella?
               —Más le vale —dijo Henry.
               Puso las manos en los hombros de la mujer, giró hacia sí su cara de ojos muy

           abiertos y acercó la suya hasta que faltó poco para que se tocaran las dos narices. A
           ella le olía fatal el aliento (a anticongelante con un toque de algo aceitoso y orgánico),

           pero Henry mantuvo la proximidad y no hizo ningún amago de retroceder.
               —¡Tenemos  que  caminar!  —le  dijo,  levantando  la  voz  y  con  tono  autoritario,
           aunque sin llegar a gritar—. ¡Camine conmigo a la una, a las dos y a las… tres!
               Le cogió la mano, la condujo hacia la parte trasera del Scout y salió con ella al

           camino.  Tras  cierta  resistencia  inicial,  la  mujer  se  dejó  llevar  con  una  docilidad
           absoluta, como si no notara los embates del viento. Caminaron unos cinco minutos

           unidos por la mano izquierda de Henry y la derecha de la mujer, que llevaba guantes.
           Después Pete tropezó.
               —Espera —dijo—, que esta mierda de rodilla ya se me quiere volver a atascar.

               Mientras Pete, agachado, se daba un masaje, Henry miró el cielo. Ya no había
           luces.
               —¿Cómo estás? ¿Puedes seguir?

               —Descuida —dijo Pete—. Venga.




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