Page 87 - El cazador de sueños
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Henry notó que se caía y la cogió con más fuerza.
               —¡Camine!  —exclamó,  volviendo  a  acercarle  la  boca  a  la  cara—.  ¡Camine
           conmigo a la una, a las dos y a laaas… tres!

               Empezó  a  retroceder  en  dirección  a  la  parte  frontal  del  Scout.  Ahora  ella  le
           miraba, y Henry, que no rehuía su cara, dijo a Pete (sin mirarle, porque no quería
           arriesgarse a que se distrajera la mujer):

               —Cógeme por el cinturón y guíame.
               —¿Adonde?
               —Al otro lado del Scout.

               —No sé si podré…
               —Pues tienes que poder, Pete. Venga.
               Tras unos instantes de inactividad, notó que Pete le metía la mano por debajo de

           la  chaqueta,  buscaba  a  tientas  el  cinturón  y  lo  encontraba.  A  continuación,  como
           torpes bailarines de conga, avanzaron por la cinta estrecha del camino y cortaron el

           haz amarillo del faro del Scout que seguía encendido. El lado opuesto del vehículo
           volcado tenía la ventaja de estar a resguardo del viento, al menos parcialmente.
               De repente la mujer desprendió sus manos de las de Henry y se inclinó con la
           boca abierta. Henry, que no quería que le salpicase, se apartó… pero lo que salió no

           fue  vómito,  sino  un  eructo  más  sonoro  que  todos  los  anteriores.  Mientras  estaba
           inclinada, volvió a tirarse un pedo. Henry nunca había oído nada igual, y eso que en

           los  hospitales  del  oeste  de  Massachusetts  creía  haber  oído  absolutamente  de  todo.
           Ella,  sin  embargo,  conservó  el  equilibrio,  respirando  por  la  nariz  con  bufidos  de
           caballo.
               —Henry —dijo Pete. Tenía la voz ronca por el miedo, la sorpresa o ambas cosas

           —.
               ¡Mira!

               Tenía la vista fija en el cielo, la mandíbula fofa y la boca abierta. Henry siguió su
           mirada y apenas dio crédito a sus ojos. Una serie de círculos luminosos, nueve o diez
           en total, recorría lentamente las nubes bajas. Para verlos, Henry tuvo que forzar la
           vista. Les encontró un parecido con los focos que horadaban el cielo nocturno en los

           estrenos de Hollywood, pero en el bosque no había focos, y tampoco se veían los
           haces en la nieve. Lo que proyectaba aquellas luces tenía que estar encima de las

           nubes o dentro de ellas. Daban la impresión de moverse al azar, sin dirección, y de
           repente  Henry  se  sintió  invadido  por  un  terror  atávico.  Lo  cierto  era  que  parecía
           brotar de muy dentro, de las profundidades de su ser. De pronto, se notaba la columna

           vertebral como una columna de hielo.
               —¿Qué son? —preguntó Pete casi en un gemido—. ¡Dímelo, por favor!
               —No lo…

               La mujer miró hacia arriba, vio el movimiento de luces y se puso a gritar. Eran




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