Page 84 - El cazador de sueños
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           —¡Aaay! ¡Caguen la hostia! ¡Rediós, lo que duele!
               —¿Te encuentras bien? —preguntó Henry.

               Volvió a troncharse de risa. ¡Qué pregunta más tonta!
               —¿Tú crees que si estuviera bien pegaría estos gritos, pedazo de animal? —dijo
           Pete con mordacidad; pero, cuando Henry se inclinó hacia él, levantó una mano e

           hizo gestos de apartarle—. Deja, deja, que ya se me pasa. Ve a ver a la tarada esa, que
           sólo sabe quedarse sentada.

               Henry se arrodilló delante de la mujer, y aunque hizo una mueca de dolor (por las
           piernas, pero también se había hecho daño en la espalda al chocar con el techo, y le
           estaba cogiendo tortícolis) siguió riendo por lo bajo.
               No se trataba de ninguna doncella desamparada. No bajaba de los cuarenta años,

           y era fortota. Pese al grosor de su parca, y a la cantidad indeterminada de prendas que
           llevaba debajo, la protuberancia frontal delataba un melonar de los que justifican las

           operaciones  de  reducción  de  pecho.  El  pelo  que  salía  de  las  orejeras,  expuesto  al
           viento, no atestiguaba ningún corte especial. Llevaba vaqueros, como Henry y Pete,
           pero  uno  de  sus  muslos  habría  dado  para  dos  como  los  de  Henry.  La  primera
           definición que se le ocurrió fue «de pueblo»: respondía a esa clase de mujeres a las

           que se ve colgar la ropa en un patio lleno de juguetes, al lado de una caravana doble,
           mientras, por la ventana abierta, suena a todo volumen una radio con Garth Brooks o

           Shania Twain. También, por qué no, podía ser la típica dienta de Gosselin. El equipo
           naranja indicaba que podía ser cazadora, pero entonces ¿dónde estaba su escopeta?
           ¿Sepultada  en  la  nieve?  ¿Tan  deprisa?  Sus  ojos,  muy  abiertos,  eran  de  color  azul
           oscuro, y carecían de expresión. Henry buscó sus huellas, pero no las vio. Seguro que

           las había borrado el viento, pero no dejaba de resultar inquietante, como si hubiera
           caído del cielo.

               Henry  se  quitó  un  guante  e  hizo  chasquear  los  dedos  delante  de  aquellos  ojos
           ausentes.  Parpadearon.  No  era  mucho,  pero,  teniendo  en  cuenta  que  acababa  de
           esquivarla por pocos centímetros un vehículo de varias toneladas, y ella tan pancha,

           tampoco esperaba más.
               —¡Eh! ¡Despierte! ¡Despierte!
               Repitió el chasquido, y notó que casi no tenía sensibilidad en los dedos. ¿Desde

           cuándo hacía tanto frío? En buena nos hemos metido, pensó.
               La mujer eructó. Fue un eructo más fuerte de lo normal, que se oyó más que el
           viento en los árboles. Antes de que el movimiento del aire se llevara el rebufo, Henry

           captó una vaharada acre y al mismo tiempo picante. Olía como a alcohol de farmacia.
           La mujer se movió un poco e hizo una mueca. Luego se tiró un pedo largo y vibrante
           que parecía ruido de romper tela. Quizá sea el saludo de la zona, pensó Henry. La



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