Page 81 - El cazador de sueños
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tamizada.  En  ese  momento  no  había  nada  raro  en  el  cielo.  Se  lo  habría  jurado  a
           cualquier juez sobre un montón de biblias. Sólo las panzas grises de las nubes bajas, y
           la caída psicodélica de la nieve.

               Pete volvía a repetir su nombre, cada vez con más pánico.
               Henry rodó sobre sí, se apoyó en las rodillas y, comprobando que le sostuvieran,
           se  levantó  con  más  o  menos  gracia.  Sólo  se  quedó  parado  unos  segundos,

           tambaleándose  al  viento  y  esperando  a  ver  si  se  le  doblaba  la  pierna  izquierda,  la
           herida, y provocaba otra caída. No fue así. Cojeando, circundó el Scout invertido con
           la intención de acudir en ayuda de Pete. De paso miró fugazmente a la mujer que

           tenía la culpa del desaguisado. Estaba en la misma postura que antes, con las piernas
           cruzadas en medio del camino y una capita de nieve en los muslos y la parte frontal
           de la parka. El chaleco se abombaba y restallaba al viento, al igual que las cintas que

           llevaba  en  la  gorra.  No  se  había  girado  a  mirarlos,  no;  mantenía  fija  la  vista  en
           dirección a Gosselin, como cuando Henry y Pete habían llegado al final de la cuesta y

           la habían visto. La nieve tenía impresa una marca de neumático que pasaba a treinta
           centímetros de la pierna izquierda doblada de la mujer. Henry estaba alucinado. No se
           explicaba que hubiera podido esquivarla.
               —¡Henry! ¡Ayúdame, Henry!

               Siguió caminando sin perder más tiempo, y en el rodeo hacia el lado del copiloto
           resbaló con la nieve fresca. La puerta de Pete estaba encallada, pero Henry se puso de

           rodillas y logró abrirla hasta la mitad. Luego metió los brazos, cogió el hombro de
           Pete y estiró. Nada.
               —Desabróchate el cinturón, Pete.
               Pete buscó a tientas el cierre, pero no lo encontró, a pesar de que lo tenía delante.

           Henry,  cuidadoso  y  sin  la  menor  impaciencia  (lo  atribuyó  a  un  posible  shock),
           desabrochó la hebilla, y Pete se cayó al techo de cabeza, torciéndosela. Gritó con una

           mezcla  de  sorpresa  y  dolor,  y  consiguió  salir  a  trancas  y  barrancas  por  la  puerta
           medio  abierta.  Henry  le  cogió  por  debajo  de  los  brazos  y  estiró.  Entonces  se
           desplomaron los dos en la nieve, y Henry tuvo tal sensación de que ya lo había vivido
           que temió desmayarse. ¿De niños no jugaban así? Por supuesto. Sin ir más lejos, el

           día  en  que  habían  enseñado  a  Duddits  a  dejar  en  la  nieve  la  huella  de  su  cuerpo.
           Entonces se puso a reír alguien, dándole un susto de muerte. Se dio cuenta de que era

           él.
               Pete se incorporó con una mirada furibunda y nieve por toda la espalda.
               —¿De qué carajo te ríes? ¡Casi nos mata, el muy cabrón! ¡Yo lo estrangulo! ¡Qué

           hijo de puta!
               —Es puta, no hijo —dijo Henry.
               Como  reía  más  que  antes,  y  hacía  tanto  viento,  pensó  que  Pete  no  debía  de

           haberle  entendido,  pero  le  dio  igual.  Una  euforia  así  la  había  experimentado  muy




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