Page 78 - El cazador de sueños
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—Oye, Henry, ¿a cuánto estamos de Hole in the Wall?
Traducido, quería decir «¿tengo tiempo para otra cerveza?».
En la tienda de Gosselin, Henry había puesto el cuentakilómetros a cero, vieja
costumbre que se remontaba a cuando trabajaba para el estado de Massachusetts y le
pagaban por kilómetros y sanatorios visitados. La distancia entre la tienda y Hole in
the Wall era de 35,7 kilómetros. En ese momento, el cuentakilómetros indicaba 20,4,
o sea que…
—¡Cuidado! —exclamó Pete.
La mirada de Henry se disparó hacia el parabrisas. El Scout acababa de llegar al
final de una cuesta muy empinada y con muchos árboles. La capa de nieve era más
gruesa que nunca, pero Henry tenía puestas las largas y divisó con claridad a la
persona que estaba sentada en el camino a unos treinta metros del vehículo. Llevaba
una trenca, un chaleco naranja que se movía hacia atrás como la capa de Supermán, a
causa de que cada vez hacía más viento, y un gorro de piel a lo ruso. En este último
llevaba enganchadas una serie de cintas naranjas, que también se movían con el
viento. Estaba sentada en medio del camino como un indio aprestándose a fumar la
pipa de la paz, y al recibir la luz de los faros no se movió. Hubo un momento en que
Henry le vio los ojos, muy abiertos pero sumamente inmóviles: ojos brillantes,
inexpresivos. Entonces pensó: Es como mirarían los míos si no los protegiera tanto.
No estaban a tiempo de frenar, y menos con nieve. Henry dio un golpe de volante
hacia la derecha y acusó el topetazo con que el Scout volvía a salirse de los surcos.
Entreviendo de nuevo aquella cara blanca y quieta, tuvo tiempo de pensar: ¡Cono, si
es una mujer!
El Scout volvió a derrapar en cuanto estuvo fuera de los surcos. Esta vez Henry
maniobró a la contra para intensificar el derrape, consciente, pero sin pensarlo (no
había tiempo de pensar), de que era la única oportunidad de no atropellar a la mujer.
Única, pero a su juicio remota.
Pete chilló, y Henry, de reojo, le vio hacer el gesto protector de ponerse las manos
delante de la cara con las palmas hacia fuera. El Scout intentó avanzar en sentido
lateral, y esta vez Henry giró el volante en sentido contrario, intentando controlar el
derrape lo suficiente para no estampar la parte trasera contra la cara de la mujer. Bajo
sus guantes, el volante respondió con una suavidad vertiginosa. Por espacio de lo que
quizá fueran tres segundos, el Scout se deslizó como una bala por la capa de nieve de
Deep Cut Road, oponiendo un ángulo de cuarenta y cinco grados; lo manejaban a
medias Henry Devlm y la tormenta. La nieve, envolviéndolo, era un delgado
remolino, y los faros dos círculos inquietos, pintando los pinos encorvados bajo el
peso. Tres segundos: poco, pero suficiente. Henry vio pasar la silueta de la mujer
como si se moviera ella, no el coche; lo cierto, sin embargo, era que no se movía, ni
lo hizo en el momento en que el borde oxidado del parachoques del Scout dejó entre
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