Page 75 - El cazador de sueños
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faros y enhebrar su camino por aquella senda blanca entre árboles. Dejando a Henry
           con sus pensamientos, que era lo que le apetecía. Era como pasarse la lengua por una
           llaga, hurgando y hurgando con la punta, pero le apetecía.

               También estaba la opción de las pastillas. Y otro clásico: meterse en la bañera con
           una bolsa en la cabeza. O ahogarse. O saltar desde muy alto. La pistola en la oreja
           comportaba el riesgo de acabar paralizado, pero vivo. Cortarse las venas tampoco era

           fiable. Eso Henry se lo dejaba a los que sólo ensayaban. Los japoneses, en cambio,
           practicaban una modalidad que le interesaba mucho: atarse una cuerda alrededor del
           cuello, anudar la otra punta a una piedra grande, poner la piedra encima de una silla y

           sentarse apoyando la espalda, para que no puedas caerte hacia atrás. Luego inclinas la
           silla y se cae la piedra. Tardas entre tres y cinco minutos en morirte, y la asfixia te va
           embotando la cabeza. El gris se va volviendo negro: hola, amiga oscuridad. Henry

           conocía el método gracias, ni más ni menos, que a una de las novelas policíacas de
           Kinsey Milhone que le gustaban tanto a Jonesy. Novelas policíacas y películas de

           terror: de eso vivía Jonesy.
               Haciendo balance general, Henry se inclinaba más por la Solución Hemingway.
               Pete terminó su primera cerveza y abrió la segunda con bastante mejor cara.
               —¿Qué te ha parecido? —preguntó Pete.

               Henry se sintió interpelado desde el otro universo, el de los vivos que querían
           vivir,  y,  como  iba  siendo  norma,  le  impacientó.  Era  importante,  sin  embargo,  no

           levantar  sospechas  en  ninguno  de  los  tres,  y  tenía  la  sensación  de  que  Jonesy
           empezaba a olerse algo. Beaver quizá también. Eran los que a veces veían por dentro.
           Pete no sospechaba nada, pero existía el peligro de que les contara algo inoportuno a
           los demás, como que Henry no era el de antes, que estaba muy serio, como si tuviera

           alguna preocupación muy gorda. Eso Henry no lo deseaba. Era el último viaje que
           hacían a Hole in the Wall los cuatro juntos, la antigua pandilla de Kansas Street, los

           piratas  de  tercer  y  cuarto  curso,  y  Henry  quería  que  se  divirtieran.  Quería  que  la
           noticia fuera una sorpresa para los tres, incluido Jonesy, que siempre había sido el
           más capaz de verle por dentro. Quería que dijeran que no se lo esperaban. Mejor que
           estuvieran  los  tres  sentados  y  contemplando  el  suelo,  eludiendo  las  caras  de  los

           demás  o  cruzando  miradas  huidizas,  pensando  que  deberían  haberlo  previsto,  que
           habían  visto  los  síntomas  y  deberían  haber  hecho  algo.  Por  eso  regresó  al  otro

           universo,  fingiendo  interés  como  un  actor  consumado.  ¿Quién  mejor  que  un
           psiquiatra?
               —¿Que qué me parece qué?

               Pete puso los ojos en blanco.
               —¡Lo de la tienda, atontado! Lo que contaba el viejo, Gos selm.
               —Oye, Pete, que si le llaman «el viejo» es por algo. De ochenta años no baja, y a

           los viejos, tanto mujeres como hombres, lo que les sobra es histeria. —El Scout (que




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