Page 89 - El cazador de sueños
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Durante cierto tiempo (que no excedería los cinco minutos, aunque pareciera más)
observaron la trayectoria de las luces por el cielo. Dibujaban círculos, salían
disparadas en direcciones aleatorias, saltaban por encima de las otras… Henry, en un
momento dado, reparó en que de la docena inicial, o casi, sólo quedaban cinco, y
después tres. La mujer, que seguía de cara al neumático, volvió a tirarse un pedo, y
Henry, que estaba al lado de ella, comprendió que se encontraban en un lugar dejado
de la mano de Dios, espectadores atónitos de algún fenómeno celeste vinculado a la
tormenta; fenómeno que tenía su interés, pero que no contribuiría en nada a que se
refugiasen en un lugar seco y caliente. Se acordaba perfectamente de la última lectura
del cuentakilómetros: 20,4. Faltaban más de quince kilómetros para llegar a Hole in
the Wall. En el mejor de los casos sería un largo paseo, y les había pillado una nevada
a punto de convertirse en violenta tempestad. Encima, pensó, soy el único que puede
caminar.
—Pete.
—Es increíble —musitó Pete—. Son ovnis, coño, como en la serie de Scully y
Mulder. ¿Tú qué crees que…?
—Pete. —Henry le cogió la barbilla y le obligó a apartar la mirada del cielo y
ponerla en él. Arriba estaban borrándose las últimas dos luces—. Sólo es un
fenómeno eléctrico.
—¿Tú crees?
Se le leía, aunque absurda, la decepción en la cara.
—Sí, algo relacionado con la tormenta. Además, la cuestión es no quedarse
congelados, aunque fuera la primera oleada de platillos voladores del planeta Alnitak.
Necesito que me ayudes. Necesito que hagas tu especialidad. ¿Podrás?
—No lo sé —dijo Pete, mirando el firmamento por última vez. Ahora sólo
quedaba una luz, y tan tenue que había que fijarse—. ¡Señora! Señora, casi se han
marchado. Haga el favor de calmarse.
Ella, sin contestar, se quedó con la cara en el neumático. Chasqueaban al viento
las cintas de la gorra. Pete suspiró y se volvió hacia Henry.
—¿Qué quieres?
—¿Sabes los refugios para leñadores que hay en este camino?
Henry calculaba que había ocho o nueve, simples construcciones de cuatro postes
y tejado de cinc oxidado. Los usaban los taladores para guardar troncos o maquinaria
hasta la primavera.
—Sí —dijo Pete.
—¿Cuál nos cae más cerca? ¿Lo sabes?
Pete cerró los ojos, levantó un dedo y lo hizo oscilar. Al mismo tiempo creó un
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