Page 98 - El cazador de sueños
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Jonesy y Beaver estaban sentados en la cocina jugando a cribbage , o simplemente
«jugando», como decían ellos. Lámar, el padre de Beaver, siempre lo había dicho así,
como si no hubiera ningún otro juego. Para Lámar Clarendon, cuya vida giraba en
torno a su constructora del centro de Maine, probablemente no lo hubiera. Era el
típico juego de campamentos de leñadores, barracones de ferroviarios y, cómo no,
remolques de albañiles. Un tablero con ciento veinte agujeros, cuatro clavijas y una
baraja gastada. No hacía falta nada más. Era un juego para los ratos muertos, un
juego de esperar: a que pasara la lluvia, a que llegara un pedido o a que volvieran los
amigos de la tienda, para discutir qué se hacía con aquel hombre tan extraño que
descansaba en un dormitorio con la puerta cerrada.
Lo que ocurre, pensó Jonesy, es que al que esperamos es a Henry. Pete sólo le
acompaña. Tenía razón Beaver: el que sabe lo que hay que hacer es Henry.
Henry y Pete, sin embargo, tardaban mucho en volver, aunque aún era temprano
para concluir que les hubiera pasado algo. Quizá sólo les retrasara la nieve. Jonesy,
con todo, empezaba a sospechar que ocurría algo más, e intuía que Beav compartía
sus temores. De momento no había dicho nada ninguno de los dos. Aún no eran las
doce, y quizá acabara por solucionarse todo.
La idea, sin embargo, estaba ahí, flotando muda entre ellos.
A ratos Jonesy se concentraba en el tablero y las cartas, y a ratos miraba la puerta
cerrada del dormitorio, detrás de la cual se hallaba McCarthy. Probablemente
durmiera, aunque ¡qué mal color le habían visto al despedirse! Dos o tres veces
sorprendió a Beav mirando de reojo en la misma dirección.
Jonesy barajó las cartas viejas, se repartió dos a sí mismo y apartó el resto,
después de que Beaver deslizara otro par hacia su lado de la mesa. Cortó Beav,
poniendo fin a los preparativos. Ya se podía puntuar. «Se puede puntuar y perder —
les decía Lámar, con su eterno Chesterfield al borde de la boca y su gorra de
Construcciones Clarendon tapándole el ojo izquierdo, como si supiera un secreto pero
sólo estuviera dispuesto a contarlo por el precio justo. Lámar Clarendon, el padre que
nunca estaba en casa; el padre muerto de un infarto a los cuarenta y ocho años—.
Pero seguro que no te dan una paliza.»
Jonesy volvió a oír la voz trémula del hospital, la horrible voz de aquel día:
«Basta, por favor, que no lo aguanto; que me pongan una inyección. ¿Dónde está
Marcy? ¡Que venga Marcy!» ¿Por qué, por qué era tan dura la vida? ¿Por qué había
tantos radios hambrientos de dedos, y tantos engranajes ansiosos por triturarte las
vísceras?
—¿Jonesy?
—¿Qué?
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