Page 102 - El cazador de sueños
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Siguieron observando diez o quince minutos, en el transcurso de los cuales Jonesy
percibió una especie de zumbido parecido al de un transformador eléctrico. Le
preguntó a Beaver si lo oía, y Beav se limitó a asentir con la cabeza sin apartar la
mirada de las luces que evolucionaban por el cielo; luces, a juicio de Jonesy, del
tamaño de una tapa de pozo. Se le ocurrió que quizá los animales huyeran del ruido,
no de las luces, pero no dijo nada. De repente le parecía difícil hablar. Se sentía a
merced de un miedo que le debilitaba, algo febril y constante, como una gripe
larvada.
Las luces acabaron por menguar de intensidad, y parecía haber menos, aunque
Jonesy no había visto apagarse ninguna. También había menos animales, y decrecía
el molesto zumbido.
Beaver dio un respingo, como despertando de un sueño profundo.
—Quiero hacer fotos antes de que desaparezcan.
—Dudo que puedas…
—¡Tengo que intentarlo! —dijo Beaver casi gritando, y añadió en voz más baja
—: Tengo que intentarlo. Al menos me daría tiempo de pillar a algunos ciervos y
bichos antes de que…
Ya había empezado a dar media vuelta y cruzar la cocina. Seguro que intentaba
acordarse de qué montón de ropa sucia había sido depositado encima de su cámara
hecha polvo. De repente se detuvo y dijo con un tono inexpresivo, impropio de él:
—Oye, Jonesy, que creo que tenemos un problema. Jonesy echó el último vistazo
a las luces que quedaban, cada vez menos fuertes (y más pequeñas), y se giró. Beaver
estaba al lado del fregadero y miraba por encima del mármol, hacia la sala.
—¿Ahora qué pasa?
Aquella voz de agobio, aquel tono de mal genio… ¿De veras eran suyos?
Beaver señaló. La puerta de la habitación donde habían dejado a McCarthy (la de
Jonesy) estaba abierta. La puerta del cuarto de baño, la que habían dejado abierta para
garantizar que McCarthy no tuviera trabas para hacer sus necesidades, estaba cerrada.
Beaver volvió hacia Jonesy su cara con barba de un día, muy seria.
—¿Lo hueles?
Lo olía, sí, a pesar del aire fresco que entraba por la puerta. Seguía habiendo un
rastro de éter o alcohol etílico, pero mezclado con otra cosa. Heces, seguro. Algo que
podía ser sangre. Y también otra cosa, como un gas recién liberado después de un
millón de años en el subsuelo. Dicho de otro modo, que no era el típico olor a pedo
que hacía reírse a los niños en los campamentos, sino algo más complejo y mucho
más repugnante. La única razón de compararlo con un pedo era la falta de cualquier
otro referente, por remoto que fuera. En el fondo, pensó Jonesy, era un olor de algo
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