Page 104 - El cazador de sueños
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           De todas las cosas de su vida que no había querido hacer (llamar por teléfono a su
           hermano  Mike  para  decirle  que  su  madre  se  había  muerto  de  un  infarto,  decirle  a

           Carla que o tomaba medidas contra su afición a la bebida y los medicamentos o se
           separaba de ella, contarle a Lou, su monitor de campamentos, que se había hecho pipí
           en la cama), ninguna tan difícil como cruzar la sala de Hole in the Wall en dirección a

           la puerta cerrada del lavabo. Era como una pesadilla en que, al caminar, siempre se
           avanzaba a la misma velocidad, como debajo del agua, con independencia del ritmo

           al que se movieran las piernas.
               En las pesadillas nunca se llega a donde se quiere ir; en cambio ellos dos llegaron
           al otro lado de la sala, señal, supuso Jonesy, de que no era ningún sueño. Observaron
           las salpicaduras de sangre. No eran muy grandes. La mayor tenía el tamaño de una

           moneda de diez centavos.
               —Debe de habérsele caído otro diente —dijo Jonesy, que seguía susurrando—.

           Sí, seguro.
               Beaver le miró arqueando una ceja y entró al dormitorio para inspeccionarlo. Al
           cabo de un rato se volvió hacia Jonesy, dobló un dedo y le hizo señas de que viniera.
           Jonesy se reunió con él caminando un poco de lado, porque no quería perder de vista

           la puerta cerrada del lavabo.
               En  el  dormitorio,  la  manta  y  la  sábana  estaban  caídas  en  el  suelo,  como  si

           McCarthy se hubiera levantado con urgencia. La almohada conservaba la forma de su
           cabeza,  y  la  sábana  bajera,  la  de  su  cuerpo.  No  era  lo  único  que  tenía  impreso:
           también había una mancha grande de sangre a media altura. Como la sábana era azul,
           parecía violeta.

               —Qué sitio más raro para caérsete un diente —susurró Beaver. Mordió el palillo
           que tenía en la boca, y la mitad saliente cayó en el umbral—. Igual quería un regalito

           del ratoncito Pérez de los culos.
               En  vez  de  contestar,  Jonesy  señaló  a  la  izquierda  de  la  puerta,  donde  estaban
           hechos una bola los calzoncillos largos de McCarthy y el slip de algodón que había

           llevado puesto por debajo. Estaban los dos manchados de sangre. La peor parte se la
           había llevado el slip; de no ser por la goma y la parte superior de delante, habrían
           parecido de color rojo chillón, como los calzoncillos que se habría puesto un lector

           asiduo de las cartas al director de Penthouse previendo un polvo para después de la
           siguiente cita.
               —Ve a mirar el orinal —susurró Beaver.

               —¿No sería más fácil llamar a la puerta del lavabo y preguntarle si se encuentra
           bien?
               —¡No,  joder,  que  quiero  saber  lo  que  nos  espera!  —replicó  Beaver  con



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