Page 108 - El cazador de sueños
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La migración mixta de animales se había reducido a los últimos rezagados. La cierva
que Acababa de ahuyentar Beaver de la cocina saltó por encima de un zorro que
cojeaba, a causa, parecía, de haber perdido una pata en un cepo, y desapareció en el
bosque. A continuación, justo detrás del cobertizo de la motonieve, apareció entre las
nubes bajas un helicóptero del tamaño de un autobús urbano. Era marrón, con las
letras blancas ANG escritas en un lado.
¿Ang?, pensó Beaver. ¿Qué coño es Ang? Hasta que cayó en la cuenta: «Air
National Guard.» Debían de venir de Bangor.
El helicóptero inclinó el morro y emprendió el descenso con pesadez. Beaver se
metió en el patio trasero, moviendo los brazos por encima de la cabeza.
—¡Eh! —dijo con todas sus fuerzas—. ¡Eh, venid a ayudarnos! ¡Bajad a
ayudarnos!
El helicóptero siguió acercándose hasta quedarse a veinticinco metros del suelo, o
menos; bastante poco para levantar un ciclón de nieve fresca. Después se dirigió
hacia Beaver, arrastrando el ciclón.
—¡Eh, que tenemos un herido! ¡Un herido!
Ahora Beaver daba saltitos, aunque tuviera la impresión de hacer el gilipollas. El
helicóptero se acercó a él pero sin bajar más, ni dar señales de querer aterrizar.
Viéndolo, Beaver tuvo una idea horrible. Ignoraba si procedía de los del helicóptero,
o si era simple paranoia. De lo único que estaba seguro era de que de repente se
sentía como clavado al anillo central de un blanco de tiro: dale al Beaver y te
regalamos una radio con despertador.
Se abrió la puerta corredera del helicóptero, y un hombre con megáfono sacó
medio cuerpo. Beaver nunca había visto una parka tan voluminosa, pero no fue el
motivo de su inquietud, ni tampoco el megáfono, sino la máscara de oxígeno que
llevaba aquel hombre en la boca y la nariz. No tenía noticia de que a veinticinco
metros de altura hiciera falta ponerse máscaras de oxígeno. A menos que le pasara
algo al aire, claro.
El de la parka habló por el megáfono. Sus palabras se oían con total nitidez por
encima del zumbido de la hélice, pero tenían una sonoridad extraña, en parte por la
amplificación, pero sobre todo, pensó Beaver, por la máscara. Era como oírse
interpelar por un extraño dios-robot.
—¿CUÁNTOS SON? —preguntó la voz del dios—. ENSÉÑEMELO CON LOS
DEDOS.
Al principio, con la confusión y el susto, Beaver sólo se contó a sí mismo y a
Jonesy. De hecho Henry y Pete aún no habían vuelto de hacer las compras. Levantó
dos dedos, como si hiciera la señal de la paz.
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