Page 111 - El cazador de sueños
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Jonesy oyó una parte de lo que ocurría fuera (como mínimo la voz amplificada
saliendo del helicóptero Thunderbolt), pero asimiló muy poco. Estaba demasiado
preocupado por McCarthy, el cual, tras una serie de gritos agudos y sin aliento, se
había quedado callado. La peste que salía por debajo de la puerta seguía empeorando.
—¡McCarthy! —vociferó, al mismo tiempo que volvía a entrar Beaver—. ¡Abre
la puerta o la echamos abajo!
—¡Dejadme en paz! —contestó McCarthy con una vocecita angustiada—. ¡Sólo
tengo que cagar! ¡TENGO QUE CAGAR! ¡Si cago estaré bien!
Viniendo de alguien para quien «jolín» o «caray» ya parecían palabrotas, la
franqueza del vocabulario asustó a Jonesy todavía más que la sábana y la ropa
interior ensangrentadas. Se giró hacia Beaver, casi sin darse cuenta de que tenía toda
la ropa nevada.
—Ven, ayúdame a tirarla. Tenemos que intentar ayudarle.
Beaver parecía asustado y preocupado. Tenía nieve deshaciéndose en las mejillas.
—No sé. El del helicóptero ha dicho algo de una cuarentena. ¿Y si tiene algo
contagioso? ¿Y si lo rojo que tiene en la cara…?
A pesar de la escasa generosidad de sus propios pensamientos acerca de
McCarthy, Jonesy tuvo ganas de pegar a su amigo. En marzo había sido él quien
sangraba en una calle de Cambridge. ¿Y si no hubiera querido tocarle nadie por
miedo a que tuviera el sida? ¿Y si se hubieran negado a ayudarle? ¿Y si hubieran
dejado que se desangrara por no tener a mano guantes de goma?
—Beav, que le hemos tenido casi pegado. Si tiene algo infeccioso, lo más seguro
es que ya nos haya contagiado. ¿Qué, qué dices?
Beaver, al principio, no dijo nada. Luego Jonesy sintió en la cabeza el che de
siempre, y hubo un momento, unos segundos, en que vio al Beaver con quien había
pasado la infancia: el chico con chaqueta gastada de motorista que había dicho:
«¡Vale ya, tíos! ¡Dejadle en paz, joder!», y supo que se arreglaría todo.
Beaver dio un paso al frente.
—Oye, Rick, ¿y si abrieras? Sólo queremos ayudar.
Detrás de la puerta no se oía nada, ni gritos ni respiración. Ni siquiera el roce de
la tela. El único ruido era el ronroneo constante del generador, y el zumbido del
helicóptero alejándose.
—Pues nada —dijo Beaver, santiguándose—, a tirar abajo a esta cabrona.
Retrocedieron juntos un paso y orientaron un hombro hacia la puerta, sin ser del
todo conscientes de que imitaban a los polis de cientos de películas.
—A la de tres —dijo Jonesy.
—¿Puedes, con la pierna?
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