Page 114 - El cazador de sueños
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               —Señora —dijo Pete.
           La mujer del abrigo de lana no dijo nada. Seguía en la lona, sucia de serrín, y no

           decía nada. Pete distinguió un ojo mirándole a él fijamente, o detrás de él, o al centro
           del  puto  universo,  a  saber.  Daba  repelús.  Entre  ellos  chisporroteaba  el  fuego,  que
           ahora empezaba a dar calor. Henry llevaba unos quince minutos ausente. Pete calculó

           que tardaría tres horas en volver. Como mínimo. Mucho tiempo para pasarlo bajo la
           mirada lúgubre de aquel ojo.

               —Señora —volvió a decir—. ¿Me oye?
               Nada,  y  eso  que  la  mujer  había  bostezado  una  vez,  y  Pete  había  visto  que  le
           faltaba media dentadura. ¿Cómo coño se le había caído? ¿De veras quería saberlo?
           Pete había descubierto que la respuesta era que sí y que no. Tenía curiosidad (suponía

           que inevitable), pero al mismo tiempo prefería no saber nada: ni quién era ella, ni
           quién era Rick, ni qué le había pasado al tal Rick, ni a quién se refería ella con la

           tercera personal del plural. «¡Han vuelto!», había gritado al ver las luces en el cielo.
           «¡Han vuelto!»
               —Señora —dijo por tercera vez.
               Nada.

               Ella había dicho que el único que quedaba era Rick, y después que «han vuelto».
           Debía  de  referirse  a  las  luces  del  cielo.  Desde  entonces  se  había  reducido  todo  a

           eructos y pedos… el bostezo, dejando a la vista los huecos de la dentadura… y el ojo.
           Aquel  ojo  que  daba  repelús.  Henry  sólo  llevaba  quince  minutos  ausente  (se  había
           marchado a las doce y cinco, y ahora el reloj de Pete indicaba las doce y veinte), y ya
           parecía hora y media. El día se adivinaba muy largo, y, si Pete pretendía pasarlo sin

           que le traicionaran los nervios, necesitaba algo. (No se le iba de la cabeza un cuento
           que  habían  leído  en  octavo;  no  recordaba  al  autor,  sólo  que  el  protagonista  había

           matado a un viejo por el simple motivo de que no aguantaba su manera de mirarle.
           Entonces Pete no lo había entendido, pero ahora… joder, ahora sí.)
               —¿Me oye, señora?

               Nada. Sólo el ojo que daba repelús.
               —Tengo que volver al coche. Es que se me ha olvidado algo, pero bueno, aquí
           está bien, ¿Verdad?

               Respuesta cero. La mujer soltó otro de sus pedos de sierra mecánica, contrayendo
           la  cara  como  si  le  doliera;  y  debía  de  dolerle,  porque  con  semejante  ruido…  Pete
           había tomado la precaución de colocarse el primero de cara al viento, pero le llegó un

           rebufo, un rebufo caliente y rancio pero que no acababa de ser humano. Tampoco olía
           a pedo de vaca. Pete, de niño, había trabajado para Lionel Sylvester, ordeñando a
           cantidad de vacas, y a veces, cuando estaba en el taburete, le echaban una ventosidad



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