Page 116 - El cazador de sueños
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           Cubrió el tramo recto sin percances. La primera mitad de la cuesta tampoco le puso
           pegas. Justo cuando apretaba un poco el paso, fiándose más de la rodilla… ¡Aja! ¡Te

           pillé, gilipuertas! La muy cabrona volvió a quedársele tiesa, como si fuera de hierro.
           Henry se cayó, mascullando toda clase de barbaridades.
               Fue  así,  sentado  en  la  nieve  y  cagándose  en  todo,  como  se  dio  cuenta  de  que

           sucedía  algo  rarísimo.  Le  pasó  por  la  izquierda  un  ciervo  macho  de  tamaño
           respetable,  dispensando  una  mirada  fugaz  al  ser  humano  que  en  circunstancias

           normales debería haberle hecho huir a grandes saltos elásticos. Entre las patas del
           ciervo, o casi, corría una ardilla roja.
               Pete se quedó sentado bajo la nevada (que, ya en su fase final, se apelmazaba en
           copos  enormes,  creando  una  especie  de  sábana  de  encaje  en  movimiento),  con  la

           pierna estirada hacia adelante y la boca abierta. Venían más ciervos por la carretera, y
           otros  animales  que  trotaban  y  saltaban  como  si  huyeran  de  una  calamidad.  En  el

           bosque todavía eran más numerosos, ola viva desplazándose al este.
               —¿Adonde  vais?  —le  preguntó  Pete  a  un  conejo  que  se  bamboleaba  con  las
           orejas paralelas al lomo—. ¿A un cásting para la nueva película de la Disney? ¿A…?
               Se quedó callado y se le secó la saliva de la boca. A su izquierda, detrás de la

           pantalla  de  árboles  jóvenes  (sucesores  de  la  tala),  se  paseaba  un  oso  negro
           rechonchete, listo para hibernar. Caminaba con la cabeza hacia abajo, balanceando

           los cuartos traseros y, si bien no prestó la menor atención a Pete, las ilusiones de este
           respecto a su papel en los grandes bosques del norte sufrieron su primer correctivo en
           plena regla. Sólo era un trozo de carne blanca y sabrosa que, por casualidades de la
           vida, aún respiraba. Sin escopeta estaba tan indefenso como la ardilla que había visto

           corretear entre las patas del ciervo, con la diferencia de que, si se fijaba en ella el oso,
           la ardilla podía trepar a las ramas más altas del primer árbol que encontrara, donde no

           pudiera  seguirla  ninguna  bestia  de  ese  tamaño.  El  hecho  de  que  aquel  oso,  en
           concreto, ni siquiera le mirara, no fue de gran consuelo para Pete. Si había uno, podía
           haber más, y quizá el siguiente no estuviera tan distraído.

               Una vez que se hubo cerciorado de que el oso estaba lejos, volvió a levantarse
           con dificultad y el corazón a cien. A la tonta de los pedos la había dejado sola, pero
           bueno, ¿hasta qué punto habría podido protegerla del ataque de un oso? Conclusión:

           era necesario ir a buscar la escopeta. Y si podía cargar con la de Henry, mejor que
           mejor. Durante los cinco minutos siguientes (hasta llegar a la cima de la colina), los
           pensamientos de Pete dieron prioridad a las armas de fuego, relegando al alcohol al

           segundo puesto. Sin embargo, cuando emprendió el cauteloso descenso del otro lado,
           volvía a estar obsesionado con la cerveza. La metería en una bolsa y se la colgaría en
           el hombro. Y ni hablar de beberse una a medio camino. Sería su premio por volver.



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