Page 120 - El cazador de sueños
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Y cogió las otras siete, esmerándose en no dejar ni una a pesar del mal rollo que
           le daba el Scout. A continuación retrocedió, procurando no obsesionarse con la idea
           de que se había refugiado en el vehículo uno de los animales que huían (uno pequeño

           pero con dientes muy grandes), y que enseguida le saltaría encima, arrancándole un
           trozo de testículo. Castigo de Pete, segunda parte.
               No podía decirse que le hubiera entrado pánico, pero salió con pies y manos del

           Scout más deprisa que al entrar, y justo cuando llegaba al final volvió a ponérsele
           tiesa la rodilla. Se dejó caer gimiendo de espaldas y, mientras veía caer la nieve (los
           últimos copos, enormes y con tanto encaje como la ropa interior femenina de lujo), se

           frotó la rodilla diciéndole venga, guapa, sé buena, suelta de una vez, hija de puta.
           Justo  cuando  empezaba  a  temer  que  esta  vez  no  le  hiciera  caso,  respondió.  Pete
           apretó los dientes, se incorporó y miró la bolsa con la leyenda roja GRACIAS POR

           HABERNOS ELEGIDO.
               —¿Dónde coño querías que fuera a comprar? —preguntó.

               Decidió darse el lujo de una cervecita antes de emprender el camino de vuelta
           hacia donde estaba la mujer. Así se le haría menos pesado.
               Sacó una, abrió la tapa de rosca y, en cuatro tragos generosos, se echó al coleto la
           mitad. Hacía frío, y más fría era la nieve que le servía de asiento, pero se sintió mejor.

           Era lo que tenía de mágico la cerveza; y el whisky, el vodki, la ginebra… Aunque, en
           temas de alcohol, Pete era partidario de la cerveza.

               Mirando la bolsa, volvió a pensar en el chaval pelirrojo, del súper: su sonrisa de
           perplejidad, y aquellos ojos achinados que estaban en el origen de que a esa gente se
           la  llamara  «mongólica»  (como  en  el  insulto,  mongólico).  La  imagen  le  llevó  a
           acordarse de Duddits, o Douglas Cavell, para quien quisiera ceñirse a las formas. Pete

           desconocía el motivo de que últimamente se acordara tanto de Duddits, pero así era, y
           se  prometió  algo:  cuando  acabara  todo,  pasaría  por  Derry  y  le  haría  una  visita  al

           bueno  de  Duddits.  Convencería  a  los  demás  de  que  le  acompañaran.  Tenía  la
           sensación de que no le costaría mucho. Seguramente fuera Duddits la razón de que
           siguieran siendo amigos después de tantos años. ¡Si la mayoría de la gente no volvía
           a acordarse de los compañeros de clase, y menos de los de séptimo u octavo! (Ahora

           lo llamaban escuela media, aunque Pete tenía clara que debía de ser la misma selva
           triste de inseguridades, confusión, sobacos apestosos, modas locas de un día e ideas

           precipitadas.) Por descontado que a Duddits no le conocían del colé, porgue no iba al
           de  Derry,  sino  al  Centro  de  Educación  Especial  Mary  M.  Snowe  («el  colé  de  los
           subnormales», como lo llamaban los unos del barrio, o más sencillamente «de los

           tontos»). Lo normal habría sido que no llegaran a conocerse, pero intervino el solar
           vacío de Kansas Street, y el edificio de ladrillo adosado. Al otro lado de la calle aún
           se podía leer TRACKER HERMANOS. TRANSPORTE Y ALMACENAMIENTO

           en letras de un blanco desleído sobre bs ladrillos rojos. Y detrás, en el espacio grande




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