Page 122 - El cazador de sueños
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           Como va a octavo, y la última clase del día es la de música, en la planta baja, Pete
           siempre sale antes que sus tres mejores amigos, que acaban las clases en el piso de

           arriba: Jonesy y Henry en narrativa americana, que es una clase de lectura para niños
           listos,  y  Beaver  en  el  aula  contigua,  haciendo  matemáticas  aplicadas  (en  realidad,
           Matemáticas para Niños y Niñas Tontos). Pete está haciendo un gran esfuerzo para no

           tener que cursarla el año que viene, pero tiene la impresión de que es una batalla
           perdida.  Sabe  sumar,  restar,  multiplicar  y  dividir;  también  sabe  hacer  fracciones,

           aunque tarde demasiado, pero ahora hay algo nuevo: ha aparecido la equis. Pete no la
           entiende, y le da miedo.
               Sale del colé y se queda al lado de la valla de tela metálica, viendo pasar al resto
           de los de octavo y a los criajos de séptimo. Finge fumar ahuecando una mano en la

           boca y escondiendo la otra detrás, la que sujeta el presunto cigarrillo escondido.
               Ahora salen los de noveno, que estudian en el primer piso, y entre ellos, como si

           fuera la realeza (casi como reyes sin corona, aunque una cursilada así nunca la diría
           Pete en voz alta), van sus amigos, Jonesy, Beaver y Henry. Si existe un rey de reyes,
           es Henry, que tiene coladas a todas las niñas, aunque lleve gafas. Pete es consciente
           de que es una suerte tener amigos así. Hasta puede que sea el alumno de octavo más

           afortunado de todo Derry, por mucho que le agobien las equis. Lo que menos cuenta
           es que la amistad con chicos de noveno le evite puñetazos por parte de algún animal

           de los de octavo.
               —¡Pete! —dice Henry cuando salen los tres tranquilamente por la verja. Pone la
           misma  cara  de  siempre,  como  si  fuera  una  sorpresa  encontrarse  con  Pete,  pero
           buenísima—. ¿Qué cuentas, tío?

               —Poca cosa —responde Pete, como siempre—. ¿Y tú?
               —MMDD —dice Henry, limpiando las gafas y sacándoles brillo.

               Si hubieran formado un club, lo más probable es que hubieran elegido como lema
           «MMDD». Con el tiempo, hasta le enseñarán a Duddits a decirlo: en duddités suena
           como «mima mirda difendia», y es de lo poco que dice Duddits sin que le entiendan

           sus padres. A Pete y sus amigos, como es lógico, les parecerá genial esto último.
               La cuestión es que ahora, faltando media hora para que entre Duddits en el futuro
           de los cuatro, Pete se limita a repetir la respuesta de Henry.

               —Eso, tío, MMDD.
               En el fondo, sin embargo, los cuatro sólo creen en la segunda mitad, porque en el
           fondo creen que siempre es el mismo día, día tras día. Es Derry, es 1978 y siempre

           será  1978.  Hablan  del  futuro,  dicen  que  verán  el  siglo  XXI  (Henry  será  abogado,
           Jonesy escritor, Beaver camionero y Pete astronauta, con distintivo de la NASA en el
           hombro), pero es hablar por hablar, de la misma manera que en la iglesia entonan el



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