Page 100 - El cazador de sueños
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moral. Se levantó—. Salgo un rato a mear.
               —¿Por qué? ¡Si aquí tenemos un váter en perfectas condiciones! ¿No lo sabías?
               —Sí, sí que lo sé, pero es que quiero ver si escribo mi nombre en la nieve. Jonesy

           se rió.
               —¿No piensas crecer?
               —Si puedo evitarlo, no. Y no hables tan alto, que puedes despertarle.

               Jonesy recogió las cartas y empezó a barajarlas, mientras Beaver iba a la puerta
           de atrás. Le volvió a la memoria una versión del juego que practicaban de niños. Lo
           llamaban «el juego de Duddits», y tenían por costumbre escenificarlo en el cuarto de

           jugar  de  los  Cavell.  La  única  diferencia  con  el  cribbage  normal  era  que  dejaban
           mover  las  clavijas  a  Duddits.  «Yo  tengo  diez  —decía  Henry—.  Ponme  diez,
           Duddits.» Y Duddits, enseñando los dientes con aquella sonrisa de loco que siempre

           ponía de buen humor a Jonesy, era capaz de puntuar cuatro, seis, diez e incluso dos
           docenas, el muy jodido. En el «juego de Duddits», la regla era no quejarse nunca, no

           decir «Duddits, que son demasiados», ni «Duddits, que faltan». ¡Y cómo se reían! El
           señor y la señora Cavell, cuando estaban en la sala de estar, también se reían. Jonesy
           se acordaba de que un día, cuando debían de tener unos quince o dieciséis años (y
           Duddits  los  que  fuera,  porque  la  edad  de  Duddits  Cavell  jamás  cambiaría;  era  lo

           bonito de él, bonito pero que daba un poco de miedo), Alfie Cavell se había echado a
           llorar  diciendo:  «Chicos,  si  supierais  lo  que  significa  esto  para  mí  y  mi  mujer,  si

           pudierais llegar a imaginaros lo que es para Douglas…»
               —Jonesy.
               La voz de Beaver, extrañamente monótona. Entraba aire frío por la puerta abierta
           de la cocina, poniendo carne de gallina a los brazos de Jonesy.

               —Cierra la puerta, Beav. ¡Ni que hubieras nacido en un establo!
               —Ven, que esto hay que verlo.

               Jonesy se levantó, caminó hacia la puerta, abrió la boca para decir algo y volvió a
           cerrarla.  El  patio  de  atrás  estaba  lleno  de  animales,  bastantes  para  montar  un  zoo
           infantil. Sobre todo eran ciervos, unas dos docenas entre machos y hembras, pero les
           corrían entre las patas varios mapaches, marmotas torpes y un contingente de ardillas

           que daba la impresión de moverse sin esfuerzo por la superficie de la nieve. Por el
           lateral del cobertizo donde estaban guardados el Arctic Cat y varias herramientas y

           piezas de motor, aparecieron tres cánidos grandes que Jonesy, al principio, confundió
           con lobos, hasta que vio una tira de tela vieja y descolorida colgando del cuello de
           uno y comprendió que eran perros, probablemente asilvestrados. Todos iban hacia el

           este, viniendo del Barranco por la cuesta. Jonesy vio una pareja de linces moviéndose
           entre dos grupitos de ciervos y tuvo, literalmente, que frotarse los ojos, como para
           ahuyentar  un  espejismo.  Los  linces  no  desaparecieron.  Tampoco  los  ciervos,  las

           marmotas, los mapaches ni las ardillas. Avanzaban a paso regular, sin prestar atención




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