Page 253 - La iglesia
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El  teléfono  sonó  en  la  habitación  del  padre  Agustín,  en  la  Residencia  San

               Pedro de Madrid. El sacerdote lo descolgó al segundo timbrazo.
                                                                                                      ⁠
                    —Padre, tiene una llamada de Ceuta —⁠le informaron desde recepción—.
               Juan Antonio Rodero.
                    —Pásemela, gracias.

                    Unos segundos.
                    —¿Padre Agustín?
                    —Buenos días, Juan Antonio. Me alegra oírle.
                    —Seré breve, padre: ganamos. Muchas gracias, sin usted no lo habríamos

               conseguido.
                    —Yo  solo  reparé  mi  error.  He  visto  cómo  ha  quedado  la  iglesia  por
               televisión. Su destino no podía ser otro, que Dios nos perdone. Y ahora, lo
               importante: ¿su hija está bien?

                    —Perfectamente, padre, gracias. No se acuerda de nada.
                    —No sabe cuánto me alegro. ¿Y el grimorio?
                    —Se quedó dentro de la iglesia, así que el fuego lo habrá destruido. Una
               pena.

                    —¿Una pena? —El padre Agustín soltó un bufido sordo⁠—. En absoluto,
               créame: lo mejor que ha podido pasarle a ese libro maldito es acabar hecho
               cenizas.
                    Juan Antonio asintió al otro lado de la línea. Probablemente, el sacerdote

               tenía razón.
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                    —Le  visitaré  la  próxima  vez  que  vaya  a  Madrid  —le  prometió  en  su
                           ⁠
               despedida—. Me gustaría contarle lo que pasó con detalle, pero no me atrevo
               a hacerlo por teléfono.

                    —Hace bien. Si sigo vivo, será un placer escucharle. Debe de ser toda una
               historia.
                    —De terror, padre. Muchas gracias de nuevo, y que Dios le bendiga.
                    El padre Agustín colgó con una sonrisa en los labios. Por primera vez en

               mucho  tiempo  se  sentía  en  paz.  Se  dijo  que  Artemio  también  lo  estaría;  si
               Dios era misericordioso, tendría piedad hasta de los suicidas, por mucho que
               la  Iglesia  afirmara  que  su  destino  no  era  otro  que  el  peor  de  los  infiernos.
               Elevó la vista al cielo, más allá del techo de su habitación, y le dijo a Dios con

               la voz de su alma que se lo llevara cuando quisiera, que su misión en este
               mundo estaba cumplida.
                    La verdad es que Dios no le hizo demasiado caso ese día, porque el padre
               Agustín vivió con buena salud durante muchos años más. Y a todo aquel que







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