Page 249 - La iglesia
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mar después del episodio de su casa. Mucha gente desaparece en el Estrecho.
Su familia va a tener que soportar un duelo mucho más largo que si hubiera
aparecido muerto, y eso es una putada para ellos. Pero no podemos confesar
la verdad: nadie nos creería.
—El mundo no está preparado para algo así —dijo Félix, con su pierna
envuelta en una férula y el pie apoyado en una silla. A su lado, reposaban las
muletas que usaba para desplazarse.
—El padre Alfredo, el vicario, sabe la verdad.
Hidalgo miró a Ernesto, sorprendido.
—¿Y no se irá de la lengua?
—Secreto de confesión, garantizado al cien por cien.
—¿Y les ha creído así, sin más?
—Es un hombre de Dios, y un hombre de Dios cree en los demonios.
Descuide, inspector —le tranquilizó Ernesto—. Nadie mejor que la Iglesia
Católica para guardar un secreto.
Hidalgo soltó una risita y se puso en pie.
—En eso creo que tiene razón. Me marcho. Si me necesitan para cualquier
cosa, llámenme.
—Le acompaño —se ofreció el padre Ernesto—. Aprovecharé para bajar
la basura.
El policía se despidió de Félix y acompañó a Ernesto hasta los
contenedores. Una vez allí, le preguntó por el joven sacerdote.
—¿Cómo está?
—Se apaña bien, no es tan torpe con las muletas como yo esperaba.
—Me refiero de ánimo. ¿Recuerda algo de cuando estuvo a merced de esa
cosa?
—Solo que entró en la cripta. Lo siguiente, estar tirado en el suelo.
—Me dijo Rodero que Marisol tampoco se acuerda de nada. Han tenido
suerte.
—No como nosotros —dijo Ernesto, con una mirada de resignación.
—No como nosotros —repitió Hidalgo.
Se hizo el silencio entre los dos. Ernesto le estrechó la mano. Un apretón
fuerte.
Hidalgo no vio nada en ese apretón. Ni bueno, ni malo. Nada.
—¿Se quedará en Ceuta, padre? Se ha quedado sin parroquia…
—Iré donde me envíe la diócesis, pero pueden pasar meses hasta que
decidan qué hacer conmigo.
—Entonces nos veremos por aquí —se despidió Hidalgo.
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