Page 248 - La iglesia
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Ernesto y Félix.

                    Mientras Juan Antonio y Marta bebían cerveza y se preparaban para una
               buena  sesión  de  sexo,  los  sacerdotes  holgazaneaban  en  el  salón  de  su  casa
               después  de  la  cena.  La  relación  entre  ellos  había  mejorado,  aunque  apenas
               habían  hablado  de  otra  cosa  distinta  a  la  Iglesia  de  San  Jorge  desde  su
                                                                                   ⁠
               destrucción. En cuanto fueron tratados de sus heridas —la mayoría de ellas
               superficiales, a excepción del esguince de tobillo del padre Félix y la brecha
               en  la  ceja  de  Ernesto⁠—,  las  autoridades  les  mantuvieron  ocupados,
               declarando.  En  cuanto  terminaron  de  hacerlo,  comunicaron  el  siniestro  al

               vicario y al obispado, y las conferencias entre Cádiz y Ceuta se convirtieron
               en interminables hasta esa misma tarde de lunes. Y lo que les quedaba aún.
                    El ululato del portero automático les sorprendió. Era Jorge Hidalgo.
                                                                                                  ⁠
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                    —Solo estaré cinco minutos —anunció, acomodándose en el sofá—. He
               venido para informarles de las últimas noticias, para que se queden tranquilos.
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               —Miró a su alrededor—. La Santa Sede no instala micrófonos en las casas de
               los curas, ¿verdad? —⁠bromeó.
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                    —Puede hablar con libertad —le invitó Ernesto.
                    —Vengo de hablar con Saíd, acabo de ponerle al día. Mañana llamaré a
               Rodero, no he querido molestarle hoy. A su hija le han dado el alta definitiva,
               ¿lo saben?
                    —Sí —respondió Félix—. Nos llamó esta tarde.

                    —Bien. Antes de nada, confirmarles que las autoridades se han tragado
               nuestro cuento: que apareció una grieta importante en el techo de la iglesia y
               avisaron  a  Juan  Antonio  Rodero  esa  misma  tarde.  Yo  me  tropecé  con  él
               mientras se dirigía hacia allí y decidí acompañarle. Nos encontramos a Saíd

               en  la  explanada  y  se  unió  a  nosotros.  El  derrumbe  de  la  cubierta  nos
               sorprendió dentro, causando un cortocircuito en la vieja instalación eléctrica
               que incendió las cortinas. Intentamos apagarlo por nuestra cuenta, sin éxito.
               El  fuego  alcanzó  el  material  inflamable  de  los  pintores  y  todo  se  fue  al

               infierno… nunca mejor dicho.
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                    —¿Y qué hay de Perea? —preguntó Ernesto—. ¿Nadie ha preguntado por
               él?
                    El padre Félix intervino:

                    —No apareció el cuerpo entre los escombros, ¿verdad?
                    —Perea cruzó la frontera a otro lugar, más allá de la negrura que inundaba
               la  cripta.  Esa  oscuridad  funcionaba  como  una  puerta  a  otra  dimensión.  La
               policía  le  sigue  buscando,  y  eso  me  hace  sentir  mal,  porque  sé  que  jamás

               aparecerá. La Guardia Civil baraja la teoría de que se suicidó arrojándose al




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