Page 244 - La iglesia
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Un sentimiento de derrota y desolación les invadió. Nadie podría haber

               sobrevivido a aquello. Félix rompió a llorar. Juan Antonio y Saíd, con los ojos
               entrecerrados, trataban de ver más allá de la polvareda. Como si pretendiera
               añadir un dramatismo extra a la escena, el alumbrado de la calle se apagó,
               aunque  esta  no  quedó  a  oscuras:  el  incendio  iluminaba  la  noche,  lanzando

               chispas y llamaradas al cielo como un volcán en erupción. El resplandor tenía
               que ser visible desde cualquier punto de Ceuta. Los bomberos, la policía y los
               curiosos no tardarían en llegar.
                    —¿Qué  les  contaremos  a  los  bomberos  y  a  la  policía  cuando  lleguen?

                  ⁠
               —se preguntó Juan Antonio en voz alta, preocupado; en este caso, decir la
                                                                        ⁠
               verdad  no  le  parecía  la  opción  más  inteligente—.  ¿Cómo  explicaremos  el
               incendio de la iglesia?
                    —Deja eso de mi cuenta —respondió una voz cansada desde dentro de la

               polvareda.
                    Los  tres  se  quedaron  boquiabiertos  al  ver  surgir  de  la  nube  de  polvo  a
               Hidalgo y al padre Ernesto. Asemejaban una imagen de guerra en blanco y
               negro. Caminaban agarrados el uno al otro, con un buen catálogo de heridas y

               magulladuras y cubiertos de una pátina de polvo y lodo de la cabeza a los
               pies.
                    —¡Están vivos! —celebró Saíd—. ¡Gracias a Dios!
                    —¿Y Manolo Perea? —preguntó Juan Antonio.

                    —Muerto.  —Hidalgo  estuvo  a  punto  de  añadir  «o  algo  peor»,  pero
               decidió que sería mejor para todos no hablar de lo que él y el párroco habían
               vivido más allá del cieno de la cripta.
                    En el Otro Lado.

                    Ernesto se soltó del policía y se sentó en el suelo, junto a su compañero.
               Lucía un corte muy feo junto a la ceja del que brotaban dos riachuelos de
               sangre.  Los  curas  se  miraron,  esbozaron  una  sonrisa  que  era  un  mutuo  lo
               siento  y  se  agarraron  las  manos  durante  unos  segundos.  Fue  un  gesto  de

               victoria y camaradería. A lo lejos se oyeron sirenas. Hidalgo apoyó su mano
               en Juan Antonio y llamó la atención de todos.
                    —Escuchen,  no  tenemos  demasiado  tiempo.  La  policía  y  los  bomberos
               llegarán de un momento a otro. Síganme la corriente, o acabaremos metidos

               en un marrón muy gordo.
                    El padre Ernesto alzó la vista hacia él.
                    —¿Tendremos que mentir?
                    —Como bellacos —respondió Hidalgo.







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