Page 242 - La iglesia
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de  aquel  hombre,  prácticamente  un  desconocido,  que  no  había  dudado  en

               sacrificarse por todos ellos.
                    Y  una  explosión  de  luz,  silenciosa  y  brillante  como  una  supernova,  le
               cegó justo antes de notar el tacto de algo que parecía una mano dentro de la
               suya. Se aferró a ella y tiró con todas sus fuerzas.

                    Un segundo después, Ernesto e Hidalgo, ambos cubiertos de una pegajosa
               capa  de  légamo,  rodaban  sobre  el  suelo  de  la  Iglesia  de  San  Jorge,
               mezclándose con el fango infernal y el polvo de los escombros. Tosieron y
               escupieron aquella sustancia siniestra y repulsiva, en busca de una bocanada

               de  aire.  El  inspector,  con  la  cara  casi  completamente  embadurnada  de
               sustancia negra, miró al padre Ernesto y balbuceó:
                    —No  me  va  a  creer,  padre,  pero  le  juro  que  me  ha  parecido  ver  al
               mismísimo Dios ahí dentro…

                    Ernesto  no  contestó.  Ahora,  de  vuelta  al  mundo  real,  tampoco  estaba
               demasiado seguro de lo que había visto al otro lado de la cortina.
                                                                                           ⁠
                    —¿Cómo se le ocurrió lanzarse a esa piscina de alquitrán? —le preguntó a
               Hidalgo, entre jadeos⁠—. Sabía lo que había debajo de ella, ¿verdad?

                    —Lo leí en la mente de esa cosa —⁠reconoció Hidalgo, en un alarde de
               sinceridad⁠—. Supe que estaba débil, y también supe que la única forma de
               echarla de aquí era lanzarla a través de esa fosa, al vacío.
                                                                                ⁠
                    —Al Otro Lado —pronunció Ernesto, impresionado—. Usted es algo más
               que un policía normal y corriente, ¿verdad?
                    —Digamos que sí, pero no se lo cuente a nadie. Considérelo secreto de
               confesión, ¿vale?
                    —Por  mí  de  acuerdo.  —Un  trozo  de  cubierta  cercano  al  ábside  se

               derrumbó, levantando una nube de polvo en el presbiterio⁠—. Será mejor que
               salgamos antes de que acabemos sepultados aquí dentro.
                    Caminaron  deprisa  hacia  la  salida,  sorteando  los  cascotes  que  casi
               enterraban por completo la nave central. El entramado de enredaderas rojas

               colgaba de los muros y del techo como apéndices muertos, y se precipitaban
               al suelo junto a los trozos de edificio. Ni rastro de los relámpagos de energía
               desconocida. Ernesto, que iba unos metros por delante de Hidalgo, se detuvo
               al descubrir algo en el suelo.

                    —Vaya usted delante —le dijo al policía, mientras se agachaba a recoger
               la bolsa de Juan Antonio Rodero⁠—. Voy a asegurarme de acabar con esto de
               una vez por todas.
                                                                                            ⁠
                    —De eso nada —objetó Hidalgo, tendiéndole un encendedor—. Si va a
               convertir esto en un solar, me quedo a verlo.




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