Page 239 - La iglesia
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El policía apartó la vista de la ciénaga y estudió las arterias pulsantes. No

               parecían haber cambiado después de la derrota de la talla. Aquello no era una
               buena señal.
                    —Algo me dice que aún no hemos acabado —⁠murmuró, agorero.
                                                               ⁠
                    —Pues nos vamos de todos modos —le cortó Ernesto.
                    Saíd  alzó  la  mirada.  La  decisión  que  había  mostrado  un  minuto  antes
               enfrentándose al monstruo se había evaporado, y ahora no parecía más que un
               anciano  agotado,  recién  salido  de  un  mal  trago.  De  repente,  sus  ojos  se
               abrieron de par en par tras los cristales de sus gafas.

                    —¡Miren! —exclamó, señalando a la talla ardiendo.
                    Todos, sin excepción, giraron la cabeza hacia donde señalaba Saíd. A la
               altura  del  pecho  de  la  escultura,  un  chisporroteo  cobraba  fuerza,  como  si
               alguien hubiera arrojado un puñado de pólvora a la fogata. Un humo negro,

               antinatural,  empezó  a  elevarse  hasta  formar  una  columna,  y  un  zumbido
               grave, atroz, reverberó en la densa atmósfera que reinaba en el templo.
                    Y el infierno se desencadenó con violencia.
                    Las venas sanguinolentas que cubrían las paredes y el techo estallaron a la

               vez, liberando un diluvio del mismo légamo negro y rojo que Hidalgo y Félix
               habían  visto  con  anterioridad  en  sus  visiones.  La  sustancia,  grumosa  y
               maloliente, lo inundó todo, a excepción del pozo oscuro, que parecía repelerla
               de algún modo. La flema diabólica les cubrió los zapatos, adhiriéndose a las

               suelas y dificultando el caminar.
                    Y  entonces,  varios  metros  por  encima  de  la  talla,  el  humo  negro  se
               condensó  en  una  nube  de  maldad  pura  que  parecía  celebrar  su  libertad
               después  de  tres  siglos  de  cautiverio,  desplegando  unas  alas  correosas  que

               arrancó gritos de terror a los presentes.
                    La nube se elevó, trazó una espiral en al aire y se lanzó en vuelo rasante,
               como un dragón de leyenda que pretende arrasar una aldea medieval. Todos
               agacharon  la  cabeza  instintivamente.  Ernesto  y  Félix,  aún  agarrados  del

               hombro, cayeron de bruces sobre el fango carmesí. El olor a sangre putrefacta
               que emanaba de él era nauseabundo. Pero la bestia pasó de largo: su objetivo
               era otro.
                    Manuel Perea.

                    La nube se fundió con él, desapareciendo de la vista. Un segundo después,
               el director de Caja Centro comenzó a convulsionar, como si una corriente de
               alta tensión sacudiera sus músculos.
                    —Que Dios nos proteja —logró articular el padre Félix.







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