Page 236 - La iglesia
P. 236

Como  si  la  advertencia  del  aparejador  le  hubiera  activado  de  forma

               automática,  Perea  se  abalanzó  contra  Hidalgo  a  una  velocidad  endiablada.
               Cien kilos de peso fuera de control. Ante aquella amenaza, lo único que pudo
               hacer el policía fue afianzar las piernas y tratar de resistir la embestida.
                    Perea uno, Hidalgo cero.

                    A pesar de su corpulencia y buena preparación física, el inspector no pudo
               aguantar  la  carga.  Trastabilló  hacia  atrás  y  ambos  arrollaron  en  la  caída  a
               Saíd,  que  acabó  dando  con  sus  viejos  huesos  en  el  suelo.  A  pesar  de  la
               costalada, no soltó el grimorio. Perea derribó a Hidalgo, se sentó a horcajadas

               sobre él y trató de estrangularle. Hidalgo no se dejó atrapar, conectó un buen
               derechazo y ambos se enzarzaron en un forcejeo salvaje.
                    Mientras se alejaba de la pelea gateando, Saíd se tropezó con la bolsa de
               Juan Antonio. De ella asomaban un par de botellas de vidrio; el fuerte olor a

               gasolina que desprendían delataba su contenido. Junto a ellas, el encendedor
               de repuesto era toda una llamada a las armas. Saíd dejó el grimorio encima de
               un  banco  y  cogió  el  mechero  junto  a  uno  de  los  cócteles  molotov.  Al
               levantarse se encontró con el cristo impío, que avanzaba muy despacio por la

               nave  central,  hasta  colocarse  al  borde  de  la  entrada  de  la  cripta.  Sus  ojos
               abisales no se apartaban del viejo, pero la expresión de su cara ensangrentada
               ya  no  era  de  burla.  Era  la  mirada  de  un  luchador  que  estudia  a  fondo  los
               movimientos de un rival a tener en cuenta.

                    «¿Has venido a morir?».
                                                           ⁠
                                                                                              ⁠
                    —Si tengo que morir, moriré —respondió Saíd con voz firme—. No te
               temo, demonio, Dios está conmigo.
                    «Yo tampoco te temo, viejo. Tu dios no impedirá que te arrastre al pozo

               de olvido eterno que tengo preparado para ti. Ese será el único paraíso que
               encontrarás en la otra vida».
                                                              ⁠
                    —Puede que no me temas a mí —dijo Saíd en árabe; giró la rueda del
               encendedor tres veces, hasta que la llama bailó en su mano⁠—. Pero sí que

               temes a mi fe.
                    El  fuego  prendió  el  trapo  impregnado  en  gasolina.  Saíd  pronunció  una
               bendición y la llama pareció avivarse sola. Ernesto, al lado de Juan Antonio y
               aún aturdido, logró incorporarse. El aparejador tiró de él, tratando de alejarle

               de la nave central. Detrás de Saíd, Hidalgo había intercambiado su posición
               con Perea y ahora era él quien parecía dominar la situación. Le golpeaba el
               rostro ensangrentado sin piedad, aunque era como pegarle a un saco de arena.
               Ajeno a todo, Félix seguía flotando por encima del presbiterio, como parte de

               aquel decorado de pesadilla.




                                                      Página 236
   231   232   233   234   235   236   237   238   239   240   241