Page 233 - La iglesia
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figura envuelta en llamas. De repente, un dedo fino y nudoso se posó sobre la

               escritura árabe de aspecto antiguo que la acompañaba.
                    —Espere, déjeme ver esto —pidió Saíd.
                    Hidalgo  dejó  que  el  anciano  tomara  el  libro.  A  la  luz  del  teléfono,  vio
               cómo los labios del viejo se movían al compás de palabras mudas. Saíd pasó

               una página, y otra más, hasta detenerse en la imagen ardiendo.
                    —¿Entiende lo que pone ahí? —⁠le preguntó el policía.
                    —«Que tu fe bendiga el fuego purificador, porque sin ella el fuego será
                         ⁠
                                                                        ⁠
               agua —rezó Saíd, interpretando el alfabeto árabe—. Que tu mano no tiemble,
               o  el  temblor  le  dará  fuerza.  Que  tu  alma  sea  pura,  o  tus  pecados  serán  tu
                                                                   ⁠
               perdición…». —⁠Siguió leyendo en voz baja—. ¡Vamos, tengo que entrar ahí
               dentro!
                    —¿Y qué significa eso? ¿Es una especie de oración?
                                                           ⁠
                    —¡No hay tiempo! —insistió Saíd—. ¡Vamos, deprisa!
                    Hidalgo no tuvo valor de cuestionarle. En ese momento le vio mucho más
               fuerte que él, un coloso encerrado en el cuerpo frágil y gastado de un viejo. El
               inspector  empujó  la  puerta  sin  éxito.  Lo  intentó  de  nuevo.  Nada.  A

               continuación cargó sin contemplaciones, pero las hojas de madera resistieron.
               Cerradas a cal y canto.
                    —Espere aquí —dijo Saíd—. Voy al coche, a por el gato. Ojalá no sea
               demasiado tarde…










               Ernesto Larraz estaba recibiendo la paliza de su vida, vapuleado por golpes
               reales y reproches imaginarios. El cristo impío contemplaba el ataque de su
               marioneta  desde  el  presbiterio,  con  una  expresión  de  felicidad  que  a  Juan
               Antonio le pareció escalofriante; detrás de él, levitando e inmóvil, el padre

               Félix. El aparejador se preguntó si no estaría ya muerto.
                    Juan  Antonio  no  entendía  por  qué  Ernesto  no  devolvía  los  puñetazos;
               apenas se cubría ante un Perea que parecía incansable. El arquitecto técnico
               no podía sospechar que la mente del sacerdote estaba siendo manipulada por

               el monstruo y que, en lugar de Perea, veía al chico al que agredió, la última
               persona contra la que alzaría su mano, por muy cabrón que fuera. Finalmente,
               Ernesto hincó una rodilla en tierra entre dos bancos, adoptando una postura
               defensiva que a duras penas contenía las acometidas de su oponente.







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