Page 228 - La iglesia
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«Esto  te  va  a  gustar,  cura».  La  talla  animada  le  enseñó  dos  objetos.  El

               primero  era  el  hisopo  de  agua  bendita  del  padre  Félix;  el  segundo,  su
               crucifijo. «¡A tu salud!». Se roció el rostro con agua bendita como quien se
               riega  con  perfume;  ninguna  reacción.  «¡Refrescante,  después  de  tantos
               años!».

                    Arrojó el utensilio al suelo y elevó el crucifijo hasta colocarlo al lado de
               su  boca;  de  aquel  pozo  de  oscuridad  dentada  surgió  una  lengua  negra,
               podrida,  supurante,  que  lo  lamió  con  lascivia;  desde  su  escondite,  Juan
               Antonio presenciaba, impotente, cómo perdían la batalla. Ya no temía por él,

               sino por lo único que le importaba en ese momento: Marisol.
                    Una  vez  dio  por  finalizada  su  obscena  representación,  la  abominación
               escupió a la cruz, la arrojó por encima de su hombro y volvió a dirigirse al
               padre Ernesto:

                    «¡Sigue llamando a tu Dios!». Su expresión furibunda se transformó, de
               repente, en una de lástima. «Perdona… Olvidaba que ya no te queda fe. Solo
               crees en lo que ves. Así que a ver qué te parece esto».
                    El monstruo elevó el brazo izquierdo, y unas gotas de sangre formaron

               una constelación carmesí en el suelo. Parecía como si el líquido rojo brotara
               de  él  de  forma  ininterrumpida.  Detrás  del  altar,  el  padre  Félix  comenzó  a
               elevarse del suelo, hasta que los pies aparecieron por encima de la mesa de
               consagración. Un metro de altura, dos, tres… Ahí se detuvo, como una visión

               demente de un éxtasis religioso. Ernesto se puso en pie, y su boca se abrió en
               una O muda.
                    Y justo en ese momento, la voz de Juan Antonio sonó fuerte a su espalda.
                    —¡¡¡APÁRTATE!!!

                    Tanto  la  mirada  pétrea  y  oscura  del  cristo  impío  como  la  de  Ernesto
               viajaron  del  cuerpo  flotante  de  Félix  a  la  nave  central.  Allí,  a  unos  pasos
               detrás del sacerdote, estaba Juan Antonio Rodero sosteniendo una botella con
               gasolina en una mano y el mechero encendido en la otra.

                    La adrenalina bombeando. El rostro decidido de quien no tiene nada que
               perder. Hasta su barriga cervecera se veía amenazadora, a pesar de que sus
               manos temblaban como si tuviera un vibrador encajado en el culo.
                    Que la guerra sea con todos vosotros.










               —¡Tirad de ella hacia abajo, con todas vuestras fuerzas!




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