Page 225 - La iglesia
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El terror es una mano invisible e implacable, que te oprime el corazón y te

               deja paralizado.
                    Ernesto y Juan Antonio se incorporaron en mitad del vestíbulo y fueron
               presa del terror. Apenas se atrevían a respirar. Las puertas laterales, cerradas,
               les separaban de la nave central de la iglesia, manteniéndoles en una suerte de

               antesala a lo desconocido. Su última zona de confort. El párroco se acordó de
               la cortina que mencionó Saíd, esa que separa el mundo material del espiritual.
                    Para  Ernesto,  las  viejas  puertas  de  madera  eran  ahora  esa  cortina.  Más
               allá, el horror.

                    Giró el picaporte y empujó la hoja con el hombro. Un hedor nauseabundo
               a  vejez,  humedad  y  podredumbre  les  azotó  de  inmediato,  mezclado  con  el
               olor a santuario de las velas. Todas las luces eléctricas se encendieron a la
               vez,  pero  no  con  su  intensidad  normal.  Los  fluorescentes  y  las  bombillas

               asemejaban  candelarias  mortecinas,  titilando  como  estrellas  a  punto  de
               extinguirse.  El  párroco  cruzó  el  umbral,  con  Juan  Antonio  abrazado  a  su
               bolsa,  pisándole  los  talones.  Una  vez  dentro,  lo  que  vieron  les  dejó  con  la
               boca abierta.

                    La iglesia había cambiado.
                    O tal vez no. Quizá era la primera vez que se había despojado del velo y
               se mostraba como era en realidad.
                    Los  andamios  y  escaleras  portátiles  de  Jiménez  estaban  volcados  en  el

               suelo,  desvencijados,  como  si  un  gigante  se  hubiera  ensañado  con  ellos  a
               patadas. La pintura vieja de las paredes había infectado a la aplicada en los
               últimos días, como una lepra virulenta con hambre de contagio. El suelo y los
               bancos se veían polvorientos y quebradizos, horadados por la carcoma o por

               algo aún peor. De algunos agujeros asomaban gusanos. Las estatuas de los
               santos habían sido desconchadas y profanadas dentro de sus hornacinas medio
               derruidas. Las columnas, quebradizas, amenazaban con derrumbarse. Y todo
               ello invadido por unas enredaderas rojizas que recordaban venas cargadas de

               sangre, a punto de estallar.
                    Y  por  todas  partes  luces.  Luces  extrañas  recorriendo  paredes  y  techos
               como un ser vivo multiforme.
                    Los flashes.

                    Y en el altar mayor, el mayor horror.
                    La  humilde  talla  del  Crucificado  que  presidía  el  retablo  había  sido
               derrocada,  tirada  en  un  rincón  y  destruida  a  golpes.  La  hornacina  que  lo
               contenía se veía vacía, desolada, rodeada de pan de oro podrido y recorrido de







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