Page 221 - La iglesia
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—Lo  que  oyes.  Ella  llegó  alrededor  de  las  nueve  con  los  críos.  Se

               encontró la nevera abierta y toda esta mierda desparramada por el suelo. El
               muy cabrón se había escondido en otro cuarto y les sorprendió aquí mismo.
               Les dio de hostias, los ató a todos de pies y manos con cinta americana y los
                                                                                           ⁠
               metió en el dormitorio. A todos menos al pequeño —⁠especificó—. A ese le
               trajo aquí, a la cocina.
                    »El mayor, de doce años, acabó desatando a la madre. Tuvo que costarle,
               porque el hijo de puta del padre gastó un rollo de los grandes y todos tenían
               las manos a la espalda. Una vez libre, ella agarró la lámpara de la mesita de

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               noche y le atizó en la cabeza. —Lagares señaló unas manchas de sangre en el
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               suelo—. Con dos cojones. Pilló al mamón prendiéndole fuego a la pira. Cogió
               al pequeño y todos se encerraron en el cuarto de baño principal. Los gritos
               alertaron a los vecinos, que acabaron llamándonos.

                    —¿Estaba borracho?
                    —Todo apunta a que sí. Ven, quiero que veas algo. Tápate la nariz —⁠le
               advirtió.
                    Lagares  le  hizo  pasar  al  despacho  de  Manolo  Perea.  Hedía  como  las

               letrinas de Mordor. Dentro de la papelera, semienterrando varias botellas de
               ron vacías, se solidificaba una vomitona pestilente. Pero lo peor era la imagen
               que ocupaba toda la pantalla del ordenador. Al verla, Hidalgo sintió como si
               una zarpa estrujara sus tripas.

                    —Hay que estar como un cencerro para tener esta mierda de foto de fondo
               de pantalla, por muy aficionado a la Semana Santa que uno sea —⁠sentenció
                                                                                                      ⁠
               Lagares, con sus labios arqueados hacia abajo en una mueca de desagrado—.
               ¿Quién cojones habrá esculpido algo tan feo como esto?

                    Jorge Hidalgo reconoció el rostro de pesadilla que inundaba la pantalla, y
               eso que nunca lo había visto antes. Al menos, no físicamente.
                    Pero sí lo había contemplado a través del alma atormentada de Marisol.
                    En  ese  momento  supo  dónde  podía  encontrar  a  Manuel  Perea.  Estuvo

               tentado de decírselo a Lagares, pero algo en su interior le gritó que no sería
               buena idea. De repente, todo parecía encajar: el comportamiento extraño del
               director  de  Caja  Centro,  su  hostigamiento  a  los  sacerdotes,  los  delirios
               religiosos que habían comentado sus compañeros el día anterior —⁠elegido del

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               Señor, nada más y nada menos—, el conato de sacrificio de su hijo, la muerte
               de Maite Damiano, Marisol…
                    Todo.
                    Algo  extraño  y  horrible  estaba  a  punto  de  suceder,  si  es  que  no  estaba

               pasando  ya.  Algo  contra  lo  que  un  millón  de  policías  armados  no  podrían




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