Page 224 - La iglesia
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Como toda respuesta, una fuerza invisible les empujó al vestíbulo de la

               iglesia, haciéndoles caer al suelo. Esa misma fuerza cerró las puertas a sus
               espaldas,  dejándoles  sumidos  en  las  sombras.  Las  botellas  chocaron  unas
               contra otras en la bolsa de la compra; por suerte, todas sobrevivieron al golpe.
               Juan Antonio empezó a buscar algo en la oscuridad, a cuatro patas. Tanteaba

               con la mano, como un miope que acaba de perder las gafas en mitad de una
               trifulca. A su lado, el padre Ernesto se recuperaba del shock de haberse visto
               atacado por el hombre invisible.
                    —¿Se puede saber qué buscas?

                                                                            ⁠
                    —¡El libro! —gritó Juan Antonio, desesperado—. ¡No lo encuentro, no
               está!
                    En  ese  momento,  una  voz  potente  resonó  por  toda  la  iglesia,  y  no
               precisamente  a  través  del  sistema  de  altavoces.  Retumbó  por  todas  partes,

               rebotó en cada pared, en cada columna. Dentro de sus cabezas.
                    «Bienvenidos a mi casa».
                    Ernesto  y  Juan  Antonio  no  reconocieron  la  voz  como  la  de  Félix.  De
               hecho, ni siquiera parecía humana.

                    —Que Dios nos ayude —murmuró el padre Ernesto, santiguándose en un
               gesto mecánico.









               Justo en ese momento, la UCI del Hospital Universitario de Ceuta se convirtió
               en  el  interior  de  un  submarino  en  mitad  de  una  lluvia  de  cargas  de

               profundidad.
                    Pitidos, luces, alarmas. El médico de guardia entró en competición con las
               enfermeras  a  ver  quién  era  el  primero  en  llegar  al  box  de  Marisol.  Susana
               Torres, una enfermera de pelo corto y piernas largas, se proclamó ganadora de

               la carrera.
                    —¿¡Pero qué coño…!? —exclamó ante lo que se encontró al llegar.
                    Marisol flotaba a veinte centímetros de la cama, con los ojos en blanco.
               Los tubos y cables colgaban de ellas como los tentáculos de una gigantesca

               medusa muerta.
                    Susana Torres no pudo evitar ponerse a gritar.











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