Page 219 - La iglesia
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Once menos cuarto de la noche, noche cerrada.
Calle Echegaray, justo enfrente del Templo Hindú que da carácter y
exotismo a la calle. Domicilio de los Perea. Los destellos de los coches de
policía teñían de azul y rojo paredes, ventanas abiertas y vecinos asomados.
En el cruce con la calle Real, un agente de la Policía Nacional desviaba el
tránsito de peatones curiosos. Nada que ver por aquí, por favor, sigan;
eufemismo educado de: ¿por qué no se van todos a tomar por culo?
Jorge Hidalgo no estaba de servicio, pero vio pasar los coches desde la
terraza del Charlotte, en la Plaza de los Reyes. Se había apoltronado allí
alrededor de las nueve y media para evitar ser aplastado por las paredes de su
casa. No podía quitarse de la cabeza las aterradoras visiones que había
contemplado a través de Marisol, y no sabía qué hacer. Café tras café,
solitario en una mesa, como un galán de plantón, rumiaba cómo actuar. Todas
las opciones le parecían malas. «Su hija no está enferma, señor Rodero: es
víctima de un ser malvado que busca destruirla a ella y a ustedes». Fin de la
frase, fin de su carrera. Una llamada del aparejador al Jefe de Policía y this is
the end, beautiful friend, this is the end, my only friend, the end.
Otra opción era pasar de todo, no decirles nada, mirar para otro lado…
Pero Jorge Hidalgo no podría vivir con ello. Los remordimientos acabarían
convirtiéndole en un muerto en vida. Su don. Su maldición. La mierda de
disfrutar de vistas privilegiadas del Otro Lado.
Y entonces, los coches, subiendo por la calle Real en una verbena
ambulante de luz y color.
Hidalgo dejó un billete de diez euros sin esperar vuelta y caminó a paso
rápido detrás de los coches. Apenas tardó un minuto en llegar a Echegaray. El
agente que ejercía de domador de curiosos le reconoció nada más verle.
—Buenas noches, inspector. No sabía que estaba de servicio.
—Estoy aquí de chiripa —mintió—. ¿Qué ha pasado?
—Ha llamado un vecino. Al parecer, ha escuchado follón en casa del
director de Caja Centro.
—¿Manuel Perea? —Hidalgo estuvo a punto de añadir: «¿otra vez?».
El policía se encogió de hombros.
—Llevo todo el rato aquí, así que no sé mucho más, pero Lagares está
arriba, hablando con la familia. Piso 3.º J.
Hidalgo premió con un gesto de gratitud al agente, se dirigió al portal y
tomó el ascensor. Encontró la puerta de la vivienda cerrada y a los vecinos en
el descansillo, compartiendo chismes y elucubrando diferentes versiones de lo
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